Según pasan los años

Esa noche de primavera, salpicada por luciérnagas fugaces y estrellas titilantes, en un alejado rincón provinciano, después de cenar en la pintoresca cabaña de su abuelo Emilio, Damián -ya bien entrado a la adolescencia- le preguntó con curiosidad…

         -¿Y por qué le pusiste «Casablanca» a tu cabaña, abu?

         -En honor a una glorieta bailable que tuvieron mis padres hace mucho tiempo -respondió su abuelo, un hombre aún joven para tal condición.

         -¿Una glorieta bailable?… No conozco esa clase de boliches.

         -Ya no existen más, muchacho.

         -Contame cómo era esa… glorieta que tenían tus viejos.

         Sorprendido por el interés del jovencito, el hombre barbado se sentó en el sillón de mimbre mirando al bosquecito, para relatarle aquella historia.

         -Esto ya se lo conté a tus viejos varias veces ja, ja, junto a una anécdota extraordinaria que ocurrió la noche de la inauguración…

        -¡Dale dale! –respondió Damián, apoyándose en una baranda rústica barnizada.

       Fue allá por los años cincuenta, yo tendría unos seis o siete años, pero suficiente lucidez para darme cuenta lo mucho que se amaban mis viejos. Una demostración, fue aquella gigantesca glorieta al aire libre que mi papá armó en nuestra casa de Pueblo Chico, un lugar retirado de los centros urbanos, con calles de tierra abovedadas por las motoniveladoras que cada tanto el municipio regaba para evitar polvaredas… ¡La pista era hermosa!, papá la había construido en el fondo del amplio terreno, con la intención de darle continuidad a la esencia bailarina que ambos tenían -porque siendo jóvenes fueron campeones de baile de un ritmo llamado boogie-boogie, muy de moda en aquellos tiempos-. Cómo olvidar la emoción de mamá, cuando esa noche papá descorrió la cortina que cubría el cartel con la inscripción «Casablanca» –igual al título de aquella famosa película-. Claro, había sido que mientras la estaban viendo en el cine el viejo le declaró su amor. Recuerdo a muchas personas llegando en automóviles enormes y vistosos que venían desde varios pueblos vecinos, era una noche calurosa, la gente se saludaba y comentaba sobre ese inusual acontecimiento porque a muchos kilómetros a la redonda no había un lugar parecido. Todos estaban ansiosos por bailar con la música de «típica y jazz» en discos -como se acostumbraba en aquella época- y por supuesto, las consumiciones eran sin cargo por ser la noche inaugural y así marchaban las “Quilmes, las Bidú Cola, las Crush”, enfriadas con barras de hielo envueltas en bolsas de arpillera… Desde una precaria cabina para pasar los discos (ahora ustedes le dicen «diyei» o algo así) mi papá y algunos amigos pasaban unos temas «a bajo volumen» para que se pudiera conversar ¿viste?… Sobre la pista de mosaicos rojos y blancos -dispuestos en diagonal- nadie bailaba y la expectativa por ver quiénes serían los primeros iba en aumento. Guirnaldas con lamparitas de colores iluminaban el perímetro con mesas de manteles blancos y sillas metálicas plegables, también había muchos globos y eso me parecía algo grandioso… Y me recuerdo corriendo entre la gente, sintiéndome feliz… muy feliz…

        -¡Pará un toque, abu!… ¿Puedo buscar un helado y seguimos?

        -Sí claro… a mí traeme un bombón del estante de arriba…

 El adolescente se lanzó hacia el freezer, mientras grillos, chicharras y ranas musicalizaban la noche…

         Muchas parejas sentadas –prosiguió Emilio, mientras saboreaba su helado- y otras cerca de la pista esperaban que “largaran” el primer disco (que supuestamente iban a bailar mis viejos para iniciar la noche), pero sucedió, que estando a punto de arrancar con el tema “Según pasan los años” (el de la película) un desperfecto se presentó en la única bandeja giradiscos que había y ¡dejó de funcionar!… En esa época y un sábado a la noche ¿dónde cuernos ibas a conseguir otra, Dami?… Entonces, ya desalentado, mi viejo agarró el micrófono para suspender la velada, pero ahí se acordó que todavía conservaba la antigua vitrola de la Nonna Pascualina y fue corriendo al cuartito a buscarla. Enseguida volvió con un gramófono -de esos que tenían como un embudo para escuchar- y ante mi intrigante mirada, inició lo que me pareció un ritual: ¡Le dio cuerda! Luego le colocó un disco de pasta de 78 r.p.m. (antes eran todos así) levantó una palanquita para que empiece a girar el plato y le puso encima un brazo con una enorme púa, después le acercó el micrófono de su amplificador a válvulas al embudo y finalmente logró que el tema musical saliera por los parlantes de la glorieta y ahí fue cuando invitó a mamá al centro de la pista para bailarlo ante el aplauso de todos los presentes…

         El adolescente -acostumbrado a las historias fantásticas de hoy día- abrió los ojos con su palito helado en la boca, como esperando más, pero no había mucho más, sólo el epílogo de un recuerdo feliz…

        Y después, vinieron los movedizos boogies que bailaron otras parejas junto a ellos, mientras yo los observaba con orgullo y alegría; esos eran mi viejos, querido nieto.

                                                                                                                                                                      Osvaldo Roble