A mis dioses de tinta

Cada tanto vuelvo a ser un niño

(tal vez nunca dejé de serlo).

Cada tanto vuelvo

a ser un niño

y persisto en la búsqueda

de cosas imposibles:

Me atrae buscar

en ciudades desiertas,

ignorando el cartel de la entrada

que presagia el vacío.

Poco le importa el vacío

al optimismo de la infancia

que no se rinde

ante la negativa del mundo.

Por eso es que busco

cerrando fuerte los ojos

e imaginando

vívidamente

una ciudad poblada

que tape las ruinas;

y estoy seguro, entonces,

de que voy a encontrar algo

en aquel paraíso

en donde habitan multitudes.

A veces,

de manera espontánea,

me llega algún que otro

destello de adultez:

entonces despierto

de mis ensoñaciones

y me encuentro en el medio

de una ciudad vacía,

contemplando la fría

realidad del mundo.

Pero no por mucho tiempo:

después de todo

sigo siendo un niño

y a los niños

no nos interesa el mundo.

Los niños preferimos

perdernos en ficciones;

en mundos coloridos

con dragones y centauros,

que estén a la altura

de nuestras emociones.

Por eso sigo buscando

y encuentro:

lo encuentro todo

y rezo

-no importa a qué:

todos los niños

creemos en algo- rezo

porque la ilusión se mantenga

y los destellos no vengan

a robarme la vida;

porque cuando uno construye

y se caen los cimientos

no hay ladrillo inmune

a la feroz avalancha.

Sin embargo,

temo que mis plegarias

no sean escuchadas:

a mis dioses de tinta

tampoco les interesa el mundo.

Al silencio

Silencio.

Cómo te anhelo, silencio

cuando a veces

o tal vez siempre

los ruidos me apabullan

y no sé dónde estoy.

Te necesito, silencio,

cuando ya no sé quién soy

y las sombras empiezan

a cubrir el mundo.

Perdón por enamorarme del caos:

me seducen las puertas

hacia lo desconocido.

Perdón, silencio.

A menudo subestimo la calma

y creo que no la necesito

pero estoy equivocado:

también el sonido

necesita de vos para subsistir.

Volvé, silencio, te perdono:

olvidaré los llantos

que me produjo tu presencia

y también los pensamientos

que en las tardes de domingo

amplificás con crudeza

para que no pueda evitarlos.

Te perdonaré todo, silencio:

pasado, presente y futuro,

con tal de que vengas

y me ayudes a parar el mundo

aunque sea solo por un rato.

Verás que no pido mucho:

es un rato de tu presencia

por la total amnistía.

Estoy dispuesto, incluso,

a perdonarte las noches

en las que me dejaste escuchar

esos susurros de violencia,

esas palabras cargadas

de vaticinios de muerte

que me cubrían cual sábanas

produciéndome el peor

de los insomnios posibles:

el insomnio del miedo,

del miedo a la muerte,

pero no la muerte propia;

el miedo a una muerte

con la que se terminaría mi mundo

y el porvenir se cubriría de sombras

de manera permanente.

Todo eso te perdono, silencio:

por favor no ignores

las ofrendas de este alma

y protege mis oídos

de los ruidos que me hieren.