Sobre el escritorio del Juez Martinelli estaba el expediente de la Causa Del Pino. También los garabatos hechos por una mujer sordomuda indigente. Parecían representar un gigante y un ojo.

Los Del Pino eran una familia patricia, de la época de la campaña al desierto. Su fortuna nació con el reparto de tierras por Juan Manuel de Rosas, entre los que combatieron a la indiada.

El ilustre antepasado, había ensartado ranqueles, pampas, tehuelches y araucanos que merodeaban por la Pampa y la Patagonia. Fue recompensado con cinco mil hectáreas y hasta una localidad en la Provincia de Buenos Aires llevaba su nombre.

Sus restos descansaban en el panteón familiar de Recoleta, su sable en el Museo de Armas de la Nación. Una réplica y su retrato, decoraban el living de la estancia La Linda.

Sus descendientes fueron protagonistas de la frivolidad y el despilfarro de la belle époque, cuando París era el epicentro del mundo y del status social.

Sólo el nieto, Don Lucas, salvó la tradición del hombre de a caballo y administraba el campo con mano de hierro. Solía alardear sobre su incontinencia sexual y sus hijos no reconocidos con las chinitas. También tenía afición por los viajes a Europa y la compra de obras de arte.

Se casó con Elena, una mujer mucho más joven que él y muy hermosa. La celaba obsesivamente y la fue aislando. La única salida era ir juntos a cabalgar, pero no le permitía pisar el pueblo, ni mucho menos Buenos Aires.

Tuvieron un solo hijo: Juan Manuel en homenaje al Restaurador, que llamaban Manucho.

En una cabalgata, el animal se asustó y Elena cayó. No pudo sacar un pie del estribo, el caballo la arrastró y le partió la cabeza con las patas traseras. Manucho no tenía un año y había perdido a su madre.

Los paisanos recordaban la sentencia de Don Lucas: mejor que se fue, porque hubiera quedado estropeada. No hubo una lágrima. Era el mismo fatalismo con el que sacrificaba un caballo, cuando se quebraba una pata.

Manucho no fue hombre de campo, ni tuvo vocación por la carrera militar. No integraría la galería de cuadros de próceres y jinetes del living.

Era escéptico, pensaba en esos retratos como figuras retóricas, que no reflejaban las personas reales y que la historia estaba hecha de prejuicios.

No montaba a caballo. Lo suyo eran los autos de alta gama, el whisky y la cocaína.

Llegó al límite, cuando fue a parar a terapia intensiva por sobredosis en una fiesta privada en Barrio Parque de Palermo Chico. Esa noche murió Rafaela, una chica menor de edad que lo acompañaba, un tema del que nunca se volvería a hablar.

Meses después falleció su padre. Manucho asumió la administración y empezó a endeudarse.

Resolvió vender una joya de los abuelos: la casona estilo Tudor de Belgrano. Había un interesado en demolerla para hacer un edificio.

Llegó a la casona al mediodía para encontrarse con el posible comprador. Días después, un móvil policial fue a esa dirección, a raíz de denuncias de vecinos por la presencia de una intrusa en la casona deshabitada.

La Policía encontró el cadáver de Manucho en el living. En el garaje, había una indigente sordomuda sin identificación, que no sabía darse a entender por escrito, ni por lenguaje de señas. Se despertó sobresaltada y asustada. A pesar de sus limitaciones, debía comparecer al juzgado.

El Juez Martinelli la recibió en su despacho y le hizo un ademan invitándola a tomar asiento, como para cumplir un trámite por mera formalidad y le ofreció una medialuna y un café. La mujer mostró agradecimiento en la mirada, porque no estaba acostumbrada al buen trato.

Cuando le mostró las fotos del informe policial, ella tomó una hoja en blanco y una birome, para hacer los extraños garabatos desproporcionados, que quedaron sobre el escritorio. No tenían lógica, ni siquiera servían como indicio.

Martinelli tenía presente el caso de la fiesta de Barrio Parque, el escándalo mediático en el que perdió la vida una menor y que involucró a Manucho. Desarchivó el expediente, para tenerlo como antecedente. Él tenía en ese entonces veinticinco años y una amiga de dieciséis: Rafaela. Ella vivía en el departamento de su abuela, que era muy mayor. El padre era viudo y chofer de larga distancia.

Manucho la pasaba a buscar en su auto a dos cuadras de la escuela del Barrio de Flores y la llevaba a reuniones con sus amigos en las que consumían cocaína. Se reía de cómo se dilataban las pupilas de Rafaela y desaparecían todas sus inhibiciones sexuales.

La noche de la fiesta trágica, agregaron combinaciones alucinógenas de LSD y éxtasis. Cuando llegó la ambulancia, Rafaela había muerto por sobredosis y él fue a terapia intensiva.

Leyendo ese expediente, Martinelli encontró recortes de diarios con fotos del padre de Rafaela. Era la imagen de un hombre corpulento, completamente desolado.

 Nadie declaró haber visto en la fiesta a Manucho, que quedó separado de la causa.

Seis meses después, su única preocupación era vender la casona de Belgrano.

Al mediodía se encontró con el interesado. Hicieron un recorrido por todos los ambientes, se detuvieron en los cuadros y en la vajilla.

Sorpresivamente sintió un fuerte golpe en la nuca y se desmayó. Despertó esposado a una pata de la mesa del comedor. Su confusión aumentaba al ritmo de su taquicardia.

El hombre le mostró una foto de su hija. Manucho alucinaba con ese pasado que lo había alcanzado. Fue el descontrol….Rafaela se quebró…se quebró…Balbuceaba como si repitiera el diagnóstico de Don Lucas respecto de su madre.

El hombre, le colocó una bolsa plástica sobre la cabeza y contempló su muerte. Después le quitó las esposas, dejó el cuerpo en el living y se fue caminando con una convicción macabra del deber cumplido.

Semanas después, la policía localizó a la sordomuda mendigando en Cabildo y Juramento y la volvió a llevar al juzgado. Esta vez, la mujer no temía, tenía buen recuerdo del Juez.

Martinelli le mostró la foto del padre de Rafaela agregada en el expediente. La mujer lo señaló, confirmando que era el gigante del dibujo. Ella fue el ojo que observaba.

El juez ya tenía todo lo que necesitaba.

Citó telefónicamente a algunos abogados lobistas y un médico forense, que actuaron en la causa de la Fiesta de Barrio Parque, representando a los personajes de alta exposición involucrados. Acordaron reunirse en el club de golf.

Le sugirieron que no era conveniente reflotar ese caso para relacionarlo con el móvil criminal, porque comprometía gratuitamente a buenas familias por un tema que ya había quedado atrás. Para qué hacerlos sufrir el escarnio y la agresión mediática de resentidos sociales y clasistas.

Superado el hoyo dieciocho con el swing mejorado, escuchó argumentos de sus compañeros de juego. Alguien pensó en voz alta, que la Estancia La Linda saldría adelante con un nuevo dueño que la administrara responsablemente.

Martinelli decidió cerrar el caso. El padre de Rafaela ya tenía su venganza:¿para qué volver a abrir heridas? Finalmente un garabato no era una prueba. El forense diagnosticó un paro cardiorespiratorio, descartando el homicidio. Era la doctrina aristotélica versión Martinelli de justicia para todos.

Meses después, mientras tomaba un whisky en el casco de la estancia, miraba los retratos, a los que pronto agregaría los de sus antepasados para falsificar su propia historia.

ALFREDO BELASIO

Autor de “Solos y Solas”(2012); “El Precandidato”(2014); “La Mágica Locura” (2016); “La Revolución de los Locos” (2019). Fue seleccionado en Categoría Cuento para la Antología de los noventa años de la sociedad Argentina de Escritores.