El sangrado estaba bastante intenso, pero ya era tarde así que le dije a las chicas que mejor se vayan, que prefería estar sola. 

Pasó un lapso de tiempo imposible de medir y me empecé a sentir peor, estaba transpirada, con frío y la piel sensible. Solo para corroborar, porque no podía hacer nada al respecto, decidí ir a buscar un termómetro. 

Me levanté de la cama con dificultad, sentía la sangre bajar y la cabeza me retumbaba adentro. En el comedor había un revuelo de cajas de pastillas, evatest y los platos de los días anteriores apilados en una esquina de la mesa. Entre ese caos, me agaché a buscar en un cajoncito, pero no llegué a abrirlo cuando todo se volvió borroso y luego negro. 

Mientras la noche se metía adentro mío y mí cuerpo se desplomaba contra el piso escuché: ¿te parece bien morir sola, así? Deberías llamar a alguien.  

En un primer momento atiné a responder con un grito enfurecido ¡¿a quién querés que llame?!

hasta que, en un momento de lucidez, me percaté de que esa voz no era la de mí conciencia, sino que era otra voz, una voz ajena, sórdida y masculina.  Me asusté y la confusión me paralizó por un momento. Con la el hilo de voz que me salió, le pregunté quién era y qué hacía en mí casa. Cuando pude hablar el miedo se borró. ¿A qué le iba a temer? Si la muerte ya estaba en mí. Yo era la muerte, todo lo que me rodeaba lo era. Y era muy fácil verlo. ¿Qué iba a hacer? ¿Pedir piedad? ¿A quién? Mi vida había sido entregada hacía rato.