Las combis, de esas que hacen viajes a corta distancia y te pasan a buscar por tu casa, no suelen “entrar” al barrio. La gente y los transportes no “vienen”, sino que “entran”, como si una línea imaginaria dividiera el afuera del adentro. Somos una otredad, a la cual hay que «ingresar» para conocer. El verbo “ir» se suplanta por el “entrar» marcando la incertidumbre de un espacio desconocido. Por ejemplo, nadie “entra” a Villa Mitre o al Universitario, simplemente se “va” a esos barrios. Por eso, con papá y mamá, a veces, hacemos un chiste, que en realidad no tiene mucha gracia, cuando alguien viene a dejarnos algo a casa: “gracias por venir hasta acá, lejos de la civilización”.  

Actualmente, el único colectivo que entra a Villa Muñiz es la 506, debido a la pandemia. Hace poco más de una década la línea 515, en un estado ya bastante andrajoso, dejó de pasar. Fue sustituida por la 504. La 515 realmente entraba a Villa Muñiz y Villa Rosario, en cambio la 504 apenas llegó a rozar los barrios (a Villa Rosario ingresaba algunos días de la semana y solo unas pocas cuadras). Al menos nosotros tuvimos suerte de que un transporte público siga pasando, no ocurre lo mismo en todos los barrios «marginales» y estallados demográficamente. 

No hay colectivos de acá a la universidad, por lo que a la vuelta eran dos colectivos o caminata hasta el centro y después tomarte la 506. En tiempos pre-pandémicos, me subía al cole a eso de las 20:30, después de cursar. Me acostaba cansada en el respaldar lleno de tierra y si ya no me importaba la mugre del vidrio, reposaba la cabeza sobre la ventanilla en una escena más precaria que dramática. El centro era todo luces, que se iban desvaneciendo a medida que el colectivo hacía su largo recorrido hasta Villa Muñiz. 

El polvo me hacía estornudar. No limpian seguido la 506 porque su recorrido abarca muchos barrios de tierra. El viaje duraba de media hora a cuarenta minutos, dependiendo cuán lleno iba. Entre el ruido del motor y la música a tope del colectivero estaba yo con mis auriculares blancos samsung tratando de escuchar la música en aleatorio de mi celular. La parte más emocionante del viaje era cuando, lindando el 9 de Noviembre, el colectivo quedaba tan inclinado hacia la derecha, debido a la subida que lo atravesaba en perpendicular, que parecía estar a punto de caerse. Eran cuatro cuadras de pura adrenalina. Además, allá arriba el horizonte resplandecía con todas las luces encendidas de una Bahía Blanca de noche. 

En esos viajes de regreso a casa solía recordar aquella vez que fui a Buenos Aires y me di cuenta que los trenes nuevos estaban destinados a lugares como el Tigre. Mientras que líneas como el Belgrano Norte, cuyo recorrido, al parecer no lo suficientemente cheto, tenía trenes cayéndose a pedazos. Entonces, las diferencias urbanas resultaban ser las mismas en todas las ciudades: acá en Bahía Blanca la 502 tiene aire acondicionado y su recorrido implica en su mayoría calles asfaltadas, pero a la 506 con suerte la limpian. Es más, los días de calor una se baña al pedo: quedás hecha una milanesa entre el sudor y la tierra que entra por las ventanillas inútilmente abiertas con la esperanza de que entre algo de aire. Te sentís en un transporte de ganado.

Cuando llegaba a Villa Muñiz, las calles con barro, gracias a los mismos caños rotos de siempre, eran acompasados por la arquitectura de casas a medio hacer y algún que otro rancho improvisado. Mientras caminaba de la parada a mi casa notaba que el barrio no parecía pertenecer a la idea de ciudad con todo ese ruido, movimiento, luces y negocios por doquier. Villa Muñiz se veía tranquilo, con sus grillos y ranas cantando de noche, los días de verano con alguna que otra yarará en el patio o una liebre corriendo por el campo. El barrio ubicado justo al lado de un gran descampado, o un pequeño campo, como quieran llamarlo, se hermanaba con un oscuro horizonte donde apenas se divisaba la quema.

 Mis ojos concentrados en los pies, tratando de esquivar las partes del piso más embarradas, se turnaban entre esa actividad y mirar las construcciones bastante heterogéneas: casas con revoque, sin revoque, solo con el grueso hecho, pintadas, sin pintar, de material, de madera, de chapa, de dos pisos, de uno solo, terminadas, sin terminar. Cuando me aproximaba a la puerta de casa, con llave en mano, casi siempre llegaba a la misma conclusión: lo que separa a Villa Muñiz del resto de la ciudad no es la distancia, sino el capitalismo, o como diríamos nosotros: la guita.