Jorge Luis Borges escribió una breve cuento llamado: “Funes el Memorioso”, que pasó desapercibido para la gran mayoría. Sin embargo, en ámbitos filosóficos latinoamericanos y de Europa no fue así.

Irineo Funes era un personaje que no podía olvidar. 

Recordaba cada detalle de su vida. Su pasado era su elemento. Y el presente una extensión de ese pasado.

Recordaba con detalle su día anterior; la semana, el mes y los años, cuantas veces se había cepillado los dientes, el clima a todas horas y toda su vida. Ningún instante vivido quedaba fuera de su recuerdo.

Sospechaba Borges que su personaje no podía pensar. Porque pensar es olvidar. Olvidar diferencias,  generalizar, abstraer.

 Pensar es una permanente forja del intelecto. El intelecto es una flecha lanzada hacia el futuro. Se adelanta a las situaciones por venir con el deseo de asegurar los beneficios del presente conseguidos en el pasado con base a probabilidades verosímiles.    

También el Intelecto busca evitar los males y los errores, imaginando nuevos mecanismos de transformación a los efectos de superar lo defectuoso haciendo pie en lo virtuoso.

La Argentina, como Irineo Funes, está prisionera de su memoria. 

Pero no es una memoria total, integral. Es una memoria parcial aunque se asume como de validez general.

A pesar de que se ha dicho que los argentinos no tenemos memoria, porque volvemos a recetas ya probadas y fallidas, no es esa la memoria que nos atormenta. Es una memoria desmemoriada de las causas, centrada solo en los efectos. 

Por eso dejamos venir el acaecer sin amortiguar las indeseables consecuencias. Porque no podemos dejar de recordar el pasado en forma sesgada.

Incapacitado para pensar y para pensarse, el argentino solo puede recordar como válida para el país, aquella época en que su parcialidad vivía su edad de oro.

No puede pensar la integralidad y toma a la otra parcialidad como: “la parte equívoca”. Y por lo tanto continúa la puja apelando a su gran memoria, colocando a su adversario en el sitio y el tiempo en que lo conoció una vez,  derrotando así su propia intelección.

La Argentina hace décadas debió enterarse que su suerte estaba echada a la creación de un esquema propio. Así en lo político como en lo social y en lo económico.

Pero no ha podido escapar a esa idea de ser una extensión de otras culturas, desechando la idea de constituir la propia.

Afecta al pensamiento existencial, no puede abstraerse de su individualismo, al cual paradójicamente ha vuelto universal. De manera tal que los individuos de este país reclaman resultados para sí, de manera sistémica y curiosamente colectiva, sin ponerse de acuerdo sobre qué es lo que se debe hacer para crear ese sistema al que le piden soluciones.

El Irineo Funes  argentino, también recuerda el pasado de lo ajeno, de lo externo, lo admira y lo anhela.

Así, cada vez que se propone pensar una salida, lo asalta el  recuerdo del éxito de alguien más, y quiere emularlo. Como si estuviera condenado a ser el reflejo de otros. Como si tuviera dañada esa porción del cerebro en donde se analiza la realidad propia y concreta y a partir de ahí se crean las oportunidades en base a lo posible, a lo realizable, y sobre todo a lo integrador.

De esto hay ya una doctrina; que reza: «Solo hay que copiar a los que tuvieron éxito». 

No podemos imaginar en conjunto un camino propio.  

Solo podemos recordar, recordar todo lo que nos hace fracasar y volver a vivirlo.