La vejez es una progresiva pérdida de facultades: físicas, mentales, legales, políticas, económicas. El «valor de uno mismo» sufre bajas irrecuperables y empieza a arrinconarse en lugares como las posesiones, el prestigio, la trayectoria, el nombre, los recuerdos, que son vestigios de lo adquirido en el pasado, medallas que se aprecian a sí mismas a costa de ir perdiendo la propiedad de transferirle valor a su dueño e identidad con su ahora. Lo mismo pasa con la «experiencia adquirida», descrita como la maestría para asar una tira de costilla que se le otorga a uno a cambio de los dientes.

Cuándo se habla de «tener proyectos, conservar las ganas de hacer cosas nuevas, entablar nuevas relaciones, mantenerse físicamente activo, mentalmente ágil »  no se está hablando, en realidad, de formas de vivir la vejez sino de formas de evitarla o, mejor dicho, de posponerla: todo eso no es envejecer sino prolongar la juventud, lo cual es totalmente posible, saludable y no representa ningún obstáculo para la vejez. Ella igual nos esperará, pacientemente, indefectiblemente, si aceptamos seguir viviendo y lo logramos. 

La «vida activa» a menudo es caracterizada como una carrera destinada a obtener cosas, experiencias, logros, superación  personal, realización. Pero en realidad son todos caminos cuyo oculto propósito es develar qué es uno mismo. Entonces, hacia el final, el declive comienza a quitarle a uno esas cosas para evidenciar que uno no es nada de todo eso, lo conmina a soltarlas para ver si así logra encontrarse a si mismo en algún otro lado.

 Para eso es la vejez.