¿De dónde viene la idea de que el cuerpo es el límite entre lo interior y lo exterior? ¿Por qué ponemos como límite el cuerpo, y no, por ejemplo, nuestro radio de acción, o el alcance de nuestros sentidos?

¿Por qué el “yo” se apropió de tal modo de «lo que somos», que no permite competencias, que se niega, soberbio, a que nos sintamos parte de la naturaleza, del mundo, del universo? Tal es su ego que nada quiere saber de ser parte de una existencia superior. Se cree dueño y soberano de toda la estancia, de todo el cuerpo, y a él se aferra para afirmar: yo soy esto, esto soy, y es todo mío. Más del cuerpo para afuera no es mío, ni me incumbe; que afuera pase lo que sea, no me afecta, pero no se metan en mi recinto. si hasta quizá nos deje fuera a nosotros mismos, a todo aquello que somos pero no cabe dentro de la palabra «yo».

Así se afirma el “yo”, y nos hace decir con él: “yo soy esto, este es mi cuerpo”. Porque lo creemos coherente y dueño de nosotros. Creemos que nos representa, o mejor todavía, nos creemos un “yo».

Cuando decimos “yo” no advertimos, que de lo que estamos hablando es de la cadena y el látigo que nos amordaza a la norma-lidad.

Hemos sido astutos, pero nos ha jugado en contra. Nos hemos formado una hermosa palabra, para resumir e internalizar todos los aprendizajes que el ser humano, a lo largo de la historia, ha aprendido. Hemos internalizado los castigos, las torturas, las horcas y las cruces; las llamas y los sacrificios, los tormentos y las lecciones. Hemos aprendido cómo comportarnos para no terminar como el que se portó mal. Y a ese aprendizaje, que nos cala los huesos y se transmite de generación en generación, le hemos llamado “yo”.

Y nos sentimos orgullosos de esa palabrita, tan breve, de dos letras, y quizá debamos ver en ello un instinto de supervivencia. Al fin y al cabo, ¿quién podría vivir teniendo presente, todo el tiempo, la larga –y dura- historia de domesticación por la que hemos pasado, como humanos?

Pero este instinto, que denominamos “yo”, y que nos permite sobrevivir sin ser encerrado en un loquero o en una cárcel (y que también nos vuelve buenos corderos siguiendo al pastor), y al que le adjudicamos el control de todo nuestro ser, se ha tornado nocivo para nosotros, como lo son los hábitos que no evolucionan conforme cambian las necesidades.

Se ha tornado nuestro principal enemigo. Aquella parte de nosotros que más nos enorgullece –y más orgullosa-, es también nuestro principal enemigo, al momento de hablar de libertad y potencialidad humana: porque el “yo” nos quiere –y nos tiene- sumisos y obedientes; rectos y predecibles.

Crucificaron a Jesús, para mostrar que no se debe criticar ni intentar sacarle el poder al poder. Entonces aprendimos: “yo no debo criticar al poder”. Es el yo quien hace eco de todos esos aprendizajes. El “yo” es el soberano que nos somete al orden establecido.

Este concepto nos hace sentir dueños de nuestros pensamientos y acciones, pero quizá debamos, tristemente, afirmar otra cosa, más cierta: de lo que estamos orgullosos es de haber aprendido las lecciones, y de zafar al castigo.

Y bien. Si el yo es solo un instinto de supervivencia que nos salvó del castigo más nos condenó a la mediocridad, y no es tan dueño de sí mismo como creíamos, ¿quién es el dueño, en realidad? ¿Dónde se aloja el ser, la voluntad, el deseo? ¿Tiene nombre esa existencia? ¿O acaso no dirá nada ni se jacta de ser importante, pero es quien determina toda nuestra realidad y gran parte de nuestros actos?