¿Cuánta distancia somos capaces de soportar como sociedad? Ésta, más que medible y cuantificable, es definición y sentimiento colectivo, siempre interpretada subjetivamente. Desde océanos plagados de criaturas terroríficas en mapas antiguos y aplicaciones que actualizan constantemente la situación del tránsito automotriz, hasta recomendaciones escolares sobre cómo conservar la higiene en una institución y las maneras adecuadas de formar una fila, la medición e interpretación del espacio ha sido una preocupación sostenida por las sociedades. En cuanto a estas múltiples distancias, la emergencia sanitaria global a partir del COVID-19 nos presenta más dudas que certezas, motivo por el cual se posiciona como un buen momento para observar y arriesgar descripciones acerca de las regularidades y heterogeneidades que se presentan a nivel internacional.

Las respuestas y reacciones frente a la presente pandemia, son los ejes de un abanico que pueden remontarse hacia una cuestión central de la existencia humana: ¿cómo organizamos la vida en común? ¿qué es lo que nos une? ¿qué entreteje nuestras biografías y permite narrar un “nosotros” y un “yo”? Las respuestas liberales, por ejemplo, entienden a la sociedad como la suma de individuos egoístas que, en la búsqueda de su autoconservación, definen una autoridad con funciones puramente negativas (de sanción, prohibición) y no de generación de puntos de encuentro. Por otro lado, encontramos teorías que enfatizan la condición social de las personas, es decir, que los cuerpos vivos, materiales, biológicos y concretos no son más que eso a menos que entren en relación con otrxs. De esta manera, cada quien se define en base al entramado que forma en sus múltiples interacciones con el resto de la sociedad, con quienes resultan próximxs y lejanxs, con las vidas y producciones sociales pasadas, presentes y las proyecciones futuras. A su vez, entran en juego dos factores sumamente influyentes: las condiciones de vida, materiales y simbólicas, así como las identificaciones grupales disponibles. Según esta cosmovisión, en tanto los grupos se generan a partir de valores, símbolos, afectos y experiencias compartidas, no resulta necesario que sean sostenidos por medio de sanciones.

Estas definiciones generales, ¿cómo operan en las vidas y vínculos entre las personas? ¿qué papel ocupan en el contexto de emergencia sanitaria global? Veamos con más detenimiento algunas de sus aristas.

En primer lugar, las condiciones de vida sumamente desiguales exhiben una contradicción fundamental: mientras que se reconoce la igualdad legal de todas las personas (en cuanto a la libertad de pensamiento, religión, cultura, expresión, etc.) se introduce la propiedad privada e individual de la producción. Remontándonos a la filosofía aristotélica, podemos decir que los individuos son iguales en potencia (en las metas que pueden alcanzar) pero desiguales en acto (en su situación de vida concreta). Por ello, los discursos mediáticos y gubernamentales donde se insiste con que al virus lo combatimos entre todxs y que afecta a todxs por igual, ocultan los grados diferenciales de responsabilidad que deberían corresponder a las distancias, en muchos casos astronómicas, de poder disfrutar una vida plena. ¿Qué nos muestra la pandemia en relación a esto? Las desigualdades se observan en las distintas condiciones habitacionales (deportistas que entrenan y juegan con hijxs y parejas en sus mansiones, frente a familias que viven en un mismo ambiente que ni los protege de las lluvias), en las posibilidades de acceder a recursos mínimos para el sostenimiento de la vida (trabajadorxs inestables que no cuentan con ingresos monetarios mensuales fijos), en el acceso a atención sanitaria, así como la división patriarcal entre géneros de las tareas de cuidado.

Un aspecto llamativo de esta crisis sanitaria es que inicialmente, para la región latinoamericana, las personas potencialmente contagiosas eran quienes habían podido realizar viajes por fuera de las fronteras de sus países. Este grupo, en cambio, puso en práctica su profunda convicción de sentirse dueño de las leyes y verdades, al no aceptar lo que exigen al resto: aceptar lo instituido. Es así que, en la Argentina, hemos visto infringir el aislamiento para practicar surf o navegar en yate, agresiones físicas a vigilantes de edificios, largas filas de autos de alta gama para ingresar a ciudades balnearias o para manifestarse en contra de las medidas del gobierno (en algunos casos sin los correspondientes impuestos automotrices pagos). Frente a esta construcción, cotidiana e intencional, de que son los sectores pobres y populares quienes violan constantemente las normas, ¿“al virus lo frenamos entre todos”? (tapa de los diarios nacionales del jueves 19/03/2020).

En segundo lugar, las teorías se distancian en relación al rol del Estado. En las sociedades individualistas y liberales lo público es la suma de talentos, ordenados jerárquicamente según su mérito. Por ejemplo, en países como Estados Unidos de Norteamérica en los que el acceso a la salud depende de los ingresos y capacidad monetaria de cada persona, hay un amplio sector de la sociedad (aproximadamente 35 millones de habitantes) que no se encuentra en condiciones de recibir asistencia, ya que aún el primer paso (el test de detección del virus) tiene un valor de tres mil dólares frente a un salario mensual promedio de cuatro mil dólares. Otro caso posible de ser indagado es el de Ecuador, donde se presentaron imágenes distópicas de personas muertas en las calles, en el marco de un gobierno que tomó rumbos distintos a los prometidos durante la contienda electoral.

En cambio, encontramos sociedades que tienen una preocupación histórica por lo común, aunque ellas existan profundas desigualdades. El acceso a óptimas condiciones sanitarias es diferente según la capacidad adquisitiva (existen servicios privados), pero la cuestión radica en que todxs, al menos discursiva y culturalmente, son destinatarixs del cuidado general. Esto se observa en las respuestas que han ofrecido, a grandes rasgos, países como China y Argentina, donde el primero construyó varios hospitales en diez días y el segundo optó por una cuarentena general (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio) como prevención al posible colapso sanitario.

De todos modos, para evitar la reducción moral y discutir sólo en términos bipolares de buenos y malos, mejores y peores, precisamos analizar críticamente el Estado y su participación activa en la construcción de lo común. Esta capacidad de organizar las partes de una sociedad, sus fronteras y lógicas de interacción, es la que nos exige sostenernos alertas frente a la posible derivación totalitaria o a la centralización exclusiva en sus facetas represivas. Si predominan las distancias infranqueables, tanto materiales (muros y alambrados) como simbólicas (poder transitar por ciertos espacios sin ser observadx como un elemento extraño y peligroso), se generaliza la administración del temor y el cierre sobre el propio espacio. La discusión, entonces, no remite sólo a las formas estatales sino al tipo de sociedad que representa y el grado de apertura democrática.

¿Por qué abordar la cuestión de los vínculos democráticos? Porque las consecuencias y transformaciones que se generen a partir de la emergencia sanitaria dependerán, más que de análisis eruditos o fórmulas matemáticas, del grado de apertura y preocupación por el/la otrx, a partir de un reconocimiento y valorización de las diferencias, en la búsqueda de un objetivo común.

Frente a los llamados al aislamiento y la distancia física, a la reclusión sobre un mundo virtual que se ajusta completa y exclusivamente a nuestros intereses particulares, ¿cuánta proximidad seremos capaces de construir?