Gracias Mariló por revisarme el texto. Estoy trabajando en mi adicción a las comas.

EL GATO

Corría frenéticamente hacia la estación. La lluvia golpeaba su cabeza mientras vírgenes charcos escupían gotas salvajes bajo sus pies. Mojarse era el menor de sus problemas, la preocupación de perder el último subte para volver a su casa impulsaba cada frenético paso. Mayor desgracia, pensaba, sería perderlo y tener que tomar un taxi. Al llegar a su casa, debía subir velozmente los cinco pisos para pedirle dinero a su madre, mientras el taxista, probablemente molesto, esperaría golpeteando el volante al compás de una radio ochentosa. Ese dinero les costaría una semana de almorzar fideos secos a toda su familia, pues los taxistas no dudaban en aprovecharse de su evidente inocencia en su rostro juvenil para pasearlo por calles innecesarias e inflar el taxímetro. “Pedirle plata a mamá”, pensó agobiado. Escena repetida, usual, humillante. Escena que le daba velocidad a sus piernas, a pesar del cansancio por un día ajetreado en la facultad. Cuando el crepúsculo se mostraba hostil con una feroz e inesperada lluvia, él tan solo pensaba en su bolsillo, el de su familia, que terminaban siendo el mismo. Demasiado pequeño para las necesidades de tantas personas, demasiado grande para llenar por su cuenta.

Bajó las escaleras de la estación torpemente, agarrándose del barandal para no irse de boca al suelo. Entró a la estación, dejándose caer sobre sus rodillas, agotado, y atajó con sus manos su rendido cuerpo, quedándose en cuadrupedia. Su respiración jadeante se imponía sonoramente sobre la lluvia exterior. Cortos mechones dejaban caer gotas que mojaban el suelo gris, viéndose reflejado en ese pequeño charco. Estaba rojo, despeinado, agitado, mojado. Su mochila resbaló por su espalda, permitiéndole a un pequeño lápiz escapar del bolsillo externo. El lápiz, más sabio de lo que debía ser un simple objeto, rodó hasta las patas de un gato sentado a metros de él. La mirada fría del animal chocó violentamente con su mirada hinchada, desesperada. Sus ojos vacíos se fundieron en el abismo negro de los ojos del felino que lo observaba atento. Se sintió -inexplicablemente- juzgado.

El gato se levantó, sacudió su cola en el pesado aire y, estirándose, exhibió su largo cuerpo atigrado, sus orejas puntiagudas, sus bigotes finos, sus patas blancas. Luego, se aproximó al joven, que comenzaba a erguirse muy lentamente, anonadado por la magnificencia de su único acompañante en la estación. Trató de aproximar su lastimada mano, llena de callos rojos y moratones violáceos, atraído por el deseo de acariciarlo.

-No- lo interrumpió. -Abstenete a tocarme. No soy tu objeto de caricias.

Congeló su postura ante el asombro. Su mano quedó inmóvil a escasos centímetros del animal, suspendida en el aire. Sin embargo, la sorpresa le duró pocos segundos, ese lenguaje en común aparentemente inesperado resultaba reconfortante. Extrañamente sabía que, tarde o temprano, iba a llegar el día en el que un gato le hablara. Un final preanunciado, una tierra prometida encontrada, Yahveh al oído confesándole: «la tierra en que estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia.».

– ¿Po-podemos charlar? – le preguntó.

Al volver la mano a su cuerpo la llevó al piso. Instintivamente, recuperó la postura en cuadrupedia. Dobló sus codos quedando su mirada por debajo de la del felino, como si la memoria corporal hubiera rastreado qué hacer en ese momento, escarbando en los confines de la historia, en el infinito abanico de posibilidades en qué tal encuentro era posible.

-Claro – le respondió, su aura de superioridad se expandía visiblemente. – Para eso vine.

Y, sin darle lugar a preguntas o respuestas, añadió:

– ¿Amaste alguna vez? – ante la cara de confusión del chico, cuyo rostro parecía estar atraído por el suelo, pues bajaba más y más, continúo: – Te pregunto, dada la situación en la que estamos, si alguna vez amaste.

La humedad del subterráneo mantenía abiertos e hinchados los poros de la cara aniñada del joven y el olor a lluvia se infiltraba por la entrada. Quiso incorporarse, mostrarse visualmente firme ante tal cuestionamiento. Lo intentó, pero la pregunta lo había atravesado en el centro de su pecho cuál flecha envenenada. No pudo tomar control de sí. Su conciencia mental se encontraba más allá de su conciencia física, y, por lo tanto, lejos de la posibilidad de moverse. ‘¿Qué importaba el amor?’ se preguntaba cada vez que veía a dos pájaros revolotear juntos desde la ventana cerrada del callcenter. ‘¿Qué me importa el amor?’ se preguntaba retóricamente mientras estudiaba la ley de divorcios.

-Sí. – musitó – Amé. Amé tanto que me dolieron las entrañas, vomité y sentí que mis órganos abandonaban mi interior por mi boca. Amé con tal intensidad que, cuando no me amaron, lloré al punto de pensar que me convertiría en un pequeño estanque para que sapos negros depositen sus heces en la superficie de mis sentimientos. Amé. Amé demasiado para ser un humano, ellos no entienden de amor.

Aunque su cuerpo mostraba debilidad, flaqueza y torpeza, sus palabras se suspendían firmes en el denso aire de la estación.

-Lo sé. – se sentó sobre sus patas traseras – Los humanos no aman con la totalidad de su potencial. Pero vos también sos humano. Entre ustedes no se deben nada, no se deben amor. Así lograron su llamado progreso, sus llamadas revoluciones, su autoproclamado imperio en la tierra. El amor, para ustedes, es un obstáculo y no un fin. Consecuencia de compartir territorios por obligación y separados por ignorancia, de vivir en sociedades, de depender del otro para alcanzar los goces de sus propias invenciones: el dinero, la fama, la validación, la belleza. Su concepto de belleza es, en realidad, una falta de apreciación por lo cotidiano, la consecuencia de la ceguera y la negación de aquello que la naturaleza les dio. Vieron líquido negro como la noche y se lo echaron a máquinas y vehículos, vieron grandes piedras como las estrellas y las rompieron para adornar sus manos y cuellos. Vieron manantiales y los encerraron en recipientes pequeños porque sus pequeñas manos jamás comprendieron la inmensidad de la tierra que habitan, y necesitaron reducirla por miedo, por su propia pequeñez. No aman. No aman, porque el amor es inmedible, invaluable, intasable en sus métodos de intercambio que llamaron comercio.

– Sin embargo, yo la amé.

– ¿Y no has sufrido por eso? ¿No han sido las consecuencias de haber logrado la sensibilidad divina las razones de tus penas, que llevaron al destino a escribir este encuentro? ¿No ha sido el amor la consecuencia de la excelencia indiferente de un joven lector de poesía y oyente de las aves? Sufres porque tu cuerpo y mente, parido y moldeado por tu misma casta, no soporta ni se halla en los sentimientos que nos corresponden, por naturaleza, a los sabios y eruditos. Han convertido al amor en delito desde el momento que necesitaron leyes, pues el amor por la vida no les ha sido suficiente para comportarse en base a una moral natural. Han comercializado, a base de violencia, la unión sagrada de los cuerpos, forma terrenal de alcanzar la unión de las almas. Quién contraria las leyes humanas de moral y de comercio está destinado a sufrir en tanto su cuerpo siga siendo humano y su mente siga teniendo que responder a la moral artificial de una involución de pensamiento y comportamiento.

– Pero no la amé solo a ella, sino también a mi familia. Mi madre que me dio la vida, mis hermanos que la compartieron conmigo…

– Construyeron un concepto de familia para obligarse a amar desesperados por la maquinaria que les extirpaba la razón – el gato permitió un silencio entre ellos. Miró a las vías, y continúo sin poder conservar la frialdad:

-Debo revelarte, joven, que, como la amaste a ella, no amó antes ningún humano… El amor que sentiste por la joven es único en tu especie y no puede compararse con el amor que has sentido por nadie.

– Gracias – respondió con un alivio en su pecho que, debido a la ansiedad de su reciente separación, le resultaba extraño. Rodaron por su mejilla lágrimas claras como el brillo del sol.

La lluvia continuaba afuera de la estación. Gotas pesadas cayendo en todas direcciones envolvían las enfermedades sociales que aquejaban su alma y que ese encuentro había curado. El gato, sabiendo que su trabajo había finalizado, emprendió su partida para permitir que el llanto actuara.

-De nada – soltó subiendo las escaleras, antes de desaparecer de la estación.

Las lágrimas continuaban cayendo. Él tapó su rostro con las manos, temeroso de la cantidad de líquido que emanaba su tristeza. Pero, pensando en las palabras del gato, dejó que sus manos cayeran frente a su cuerpo, para hacerle sostén, para que las lágrimas alimentaran ese pequeño charco que crecía bajo él, mezclándose con las gotas de lluvia que se habían infiltrado en sus ropas gastadas. Pegó la frente al piso, que, frío y desolador, potenciaba el llanto. Escuchó a lo lejos el subte acariciar las vías de metal con un chirrido ensordecedor y la luz se asomó por el túnel a su costado. Se encogió más en sí mismo, arqueando su espalda, arqueado tanto sobre sí que su cuerpo comenzó a replegarse. Sus manos, cuyo color lo habían lavado las lágrimas, comenzaban a sentir más suave y amable el suelo. El frío que le recorría la espalda pronto lo sintió como un suave abrazo, ameno, que consolaba sus mayores penas y pesares. Sus piernas se sintieron livianas, su cuerpo maleable, sus sentidos potenciados y su dolor adormecido. El subte, sin saber de la metamorfosis celestial de la que era testigo, avisó de su cercanía. Y él, con un primer y último maullido saliendo de su boca, saltó a las vías.