«Estás haciendo cualquiera» me dijo el peronista. Y yo convencida de que este desorden inmunológico que tengo me protegía de todo. Así me habían presentado a la enfermedad autoinmune que llevo hace rato: con ella  no me iba a agarrar ni un resfrío.

Es tal cual. Es raro que me enferme, muy raro; puedo viajar a los confines de la patria, besar las bocas más profundas y usar los baños menos aptos que no me enfermo. O era tal cual.

«Me voy a comprar un termómetro che, tengo fiebre». Mi registro corporal no falla. Con 38 y un dolor de cabeza inenarrable que suponía era mezcla de hambre, falta de sueño o sexo y un hachazo en el medio de la frente, llegué al hospital.

Hisopado positivo de Coronavirus. Todo vínculo estrecho negado para mí: 21 días de internación.

Mi compañera de cuarto número uno fue una evangelista. Con todo el respeto que me merecen las confesiones, está me resulta de las más inbancables.

La dama en cuestión mantenía pastores evangelistas en la tele a más  110 decibelios. Alto y sostenido impacto en mi estado. Estaba convencida de que la iba a curar por la tele un pastor que le impusiera las manos,  y que yo, con mi pedido de que bajara el volumen, era una mujer de poca fe.

La mandaron a la casa peleada con todos los médicos que al principio le pidieron que bajara el volumen, sobre todo por las noches: «Hay hay gente internada, señora».

Poco se sabía de la respuesta en ese momento. Sí, fui de las primeras en contagiarse Coronavirus. Raro honor. Medicación siempre insuficiente, solo para controlar la fiebre y el dolor.

Se fue la evangelista y llegó Juana, una hermosura de 84 años que ofició de mamá. Siempre preguntando, inquieta y dolorida, se bancaba los pinchazos y las aplicaciones de plasma con un buen humor envidiable. No estaba dispuesta a morir.

Juana ponía el volumen de la tele bajo «porque a la nena le duele mucho la cabeza». E instaba a las enfermeras a que me dieran más analgésicos. «Tenés que comer nena».  Yo estaba desapareciendo.

Era la más joven del covidero. Enfrente había internado un señor buenmozisimo que le daba indicaciones a las enfermeras con una autoridad envidiable, y también salía al pasillo en bolas y con el culo al aire. «Vaya adentro, Doctor, y déjese el pañal puesto».

Día 10. Me cambiaron la medicación y, del ibuprofeno, pasaron al naproxeno.  Mi cuerpo agradecido. Primer día de diez que estaba un minuto sin dolor.

Igual, seguía sin comer casi. Juana estaba preocupada, no dejaban que su hijo viniera. Al mío tampoco lo dejaban venir. Aisladas significa eso. No hay hijos, ni padres, ni hermanas ni amigos en época de Coronavirus.

Entonces, barbijo mediante, nos hicimos amigas y compinches con Juana. «Decime nena ¿Cómo es que lo hacen los travestis si no tienen vagina?». Mi carcajada retumbó por todo el piso. «Juana, hermosa, ¿cómo cómo lo hacen? Como los putos, por el culo», contesté.

Juana siguio reflexionando en voz alta «… entonces los hombres que se acuestan con travestis son medio putos ¿no nena?, yo nunca cogí así ¿vos?». Juana no se privaba de preguntar. Yo me privaba de contestar preguntas personalísimas. Para revelar la vida privada a extraños están las redes sociales.

Día 12. Pude dormir unas horas sin dolor por primera vez. 

Me hice fan de la teve de aire, de canal 2 precisamente, Intrusos para ser exacta. Esto de no poder salir te empuja a lugares insondables, a hacerte amigo de cosas impensadas. Como las drogas, que pedía a gritos y no me daban.

Los médicos vienen vestidos de astronautas blancos, escafandra incluida. Barbijo, guantes, botas, mameluco, antiparras y pantalla. Todo el kit anti Covid. Pasa una médica jovencita y consulta con otro «Che ¿viste el de la 206? está para el Alope». Después caigo que es Alopidol.

El Covid duele, se instala y se adueña del cuerpo aunque seas peronista. Como el amante que me dijo «estás haciendo cualquiera», por salir en cuarentena para ir a su casa. Pero me abrió la puerta. Las ideologías se nublan cuando el peronista quiere coger. Llevaría un ensayo aparte el amante peronista o cristinista. 

La sexualidad no está exenta del encierro y una termina recurriendo a los negocios de cercanía y se termina dejando seducir por el mozalbete de la granja o el venezolano que hace los pedidos en el chino de enfrente que vive preocupado por las elecciones en Estados Unidos. Nunca estuve en períodos de abstinencia tan largos. Gracias Alberto. 

Día 14. Permiten ingresar un paquete que me manda mi mamá. Fue mi cumpleaños y recibo cremas, dos pijamas, un shampu y un perfume que no uso por el dolor de cabeza. Pero la siento más cerca que nunca. Extraño a mi mamá.

A mi hijo le contagié Covid y él contagió a su papá. Tenemos que cumplir los 21 días de aislamiento; en el futuro serán menos, pero esto fue a medidos de agosto. Nos duele todo. Pero todo es todo. Ya no tengo fiebre. Debo haber bajado 4 kilos.

Quiero volver a casa. No es posible, están mi hijo y su papá con un solo baño y dos camas. Ya voy por el día 17, Juana se va, no llego a saludarla.

Me cambian la dieta y empiezo a comer, me siento mejor. Me cuesta no temer a un dolor nuevo.

Nadie, pero nadie, nadie de mi familia me ofrece su casa para dejar el hospital. Me aloja mi amiga. Llego en ambulancia a su casa discretamente para que los vecinos no se enteren. Tener Covid es tener Sida, casi. «Sacate toda la ropa así la lavo». Me acerca calzón, remera, medias y buzo, y así quedo mientras me prepara unas milanesas.

Mañana fría de agosto. Comemos, nos reímos y lloramos abrazadas. El susto ya pasó.