Leer desde #1: El Comienzo

La reciente docilizada del CAB, Caterín Altamiranda, recibe la visita la de la Unidad de Frontera del Tigre, en un puesto de vigilancia de la familia patricia Pérez Lamadrid. Durante el interrogatorio, la chica habla como una limeña y el capitán bordense se enfurece.


― Milagro de la Sede, la punta de mi verga ― raspó la garganta del Tigre y le escupió flema en la cara ―. Decime todo lo que sabés o te abro por las tripas y te cuelgo de un poste para que por lo menos sirvas de comida para las lechuzas.

― Quiero recordarle señor que estas tierras y todo lo que hay en ellas pertenecen a la familia Pérez Lamadrid ―Caterín Altamiranda recordó las palabras que Carlo le había sugerido alguna vez, se limpió la flema del Capitán Tigre de la cara y trató de mostrarse firme―. Si me hace algo tendrá que responder ante ellos. Señor.

El Tigre se apeó del caballo. Era la primera vez que ella lo veía desmontado. No era particularmente alto, pero sí imponente. El chimango sonrió y se le desfiguró la cara. Con tenaz dulzura, recorrió con sus dedos el tatuaje la cicatriz del rostro de Caterín, hasta llegar al lóbulo derecho. Ella, como todo docilizado del Cuarto Círculo, conocía la fijación del capitán bordense por las orejas ajenas. Lagrimeó con disimulo, manteniendo una entereza frugal. La persona más cercana, fuera de los hombres del Tigre, estaría a no menos de tres kilómetros del Molino de los Pérez Lamadrid.

― ¿Sabés que yo tengo un don, no? ―el comandante del Batallón VII retomó su tendencia al interrogatorio― ¿Sabés que puedo saber si un docilizado miente, no? ¿Sabés cómo sé? ¿No? Bueno, yo tampoco sé. Pero lo sé. Y vos me estás mintiendo. ¿Sabés que tengo otro don también, no? —El Tigre presionó el cartílago de Caterín con el dedo gordo y la falange media del índice―. Un don que preferirías no conocer.

            El policía aumentó la fuerza sobre el lóbulo, hasta que la niña torció el cuello con un gemido y él se acercó a sus pupilas, para que no pueda ver nada más que los ojos de la inclemencia. El tintineo del Flagelador se escuchó a través de la lluvia, que ya dominaba el fondo sonoro. Al instante, la desesperación le rodó por la mejilla y Caterín ya no fue responsable de sus actos. Empezó a hablar y no pudo dejar de sentirse la Judas de un Cristo al que ni siquiera había visto en persona.

― Él se llama Troya pero algunos le dicen Enviado del Padre en la Tierra, señor. Todavía no tiene ni dieciocho años y es uno de los protegidos del Gordo Yebra ―una mueca zumbó en la cara del Tigre ante la informalidad―. Yebra. Teniente. Teniente Fernando Yebra, señor. No lo conocí, pero me mostraron una foto y se ve que es enorme y que tiene brazos largos como piernas. Parece que después de… de, bueno, lo que hizo, Lima lo nombró oficial y lo puso a cargo de un cuartel en Villa Rosario. Algunos dicen que, el Napostá no se secó nunca porque él está ahí, o que el ganado está enorme, las gallinas ponen el doble de huevos y cosas así―dijo Caterín, ante la demanda en los ojos del chimango verde oliva.

― Qué lástima ―El Tigre parecía desilusionado―. Es la misma basura que me dice cualquier docilizado. Pensé que una limeña del Círculo Cero me podía aportar algo más interesante. Seguramente a los Pérez Lamadrid les interesará saber sobre la poca colaboración que prestan los que están sobre sus tierras.

Sin esperar respuesta, el capitán Tigre subió a su caballo con la elegancia que sólo da el hábito. Todos ya estaban completamente empapados. Caterín Altamiranda meditó un instante sobre la posibilidad de que la trasladen a un asentamiento lleno de traidores y docilizados sin sangre en las venas. O peor, que la manden a una casa patricia para hacer las tareas domésticas. Decidió hablar. Si la esperanza que tenía para esa noche era real, y el General Lima perdonaba su traición, no volvería a ver a Tigre en su vida. Sino, le convenía llevarse de la mejor forma posible con los chimangos.

En la siguiente entrega, O Juremos con Gloria Morir