Leer desde #1: El Comienzo

La reciente docilizada rural de los Pérez Lamadrid, Caterín Altamiranda, es interrogada violentamente por El Tigre, debido a su pasado limeño. El capitán del Círculo Argentino de Bordeu le exige información sobre el denominado Enviado del Padre en la Tierra. 


― No sé si le interesará pero conocí personalmente a otro de los que estuvieron en el milagro con el pendejito mágico, señor ―arriesgó y el capitán Tigre frenó a su caballo en forma intempestiva―. Mohamed Gutiérrez. Vive en los monoblocks de Tiro Federal y tiene mi edad. Su hermano mayor fue asesinado por ser fiel a Lima en el levantamiento ― «la traición», no pudo evitar pensar Caterín― de Molteni. Iba a la Formación conmigo y le puedo decir lo que necesite, señor.

― Bueno ―transmitió el chimango en jefe―. Piense en algo que pueda ser de utilidad para mañana y quizás la devolvamos con su padre al Tercer Círculo.

«Al último lugar en el mundo al que iría es al que esté Santiago Altamiranda», concluyó para sus adentros la pequeña Caterín, mientras sentía que el peligro se replegaba. El Tigre siguió hablando.

― Alguna vez vendrá algún espía limeño a contactarla y le pedirá traicionarnos. Imagino que la señorita sabe lo que hace la cruz y el rebenque con los traidores.

Ella afirmó con la cabeza en estricto silencio. Tenía miedo de que un hilito de voz le arruine lo que estaba esperando desde hacía días. «Algo tengo que decir, pero. Se va a dar cuenta de que hay algo raro», pensó, justo cuando el Batallón VII de Frontera iniciaba la húmeda retirada.

― ¡O juremos con gloria morir! ―Caterín lanzó el Grito de Bordeu e hizo la venia.

El chimango verde la miró con desprecio y se fue en satisfecha parquedad. El resto lo siguió y se fue tras él, aunque uno de los milicos de marrón claro le devolvió el saludo solemne antes de partir. Era el rubiecito natural que El Tigre tenía para que se haga el bueno.

Cuando ya se habían alejado lo suficiente, Altamiranda se limpió los restos de flema que todavía tenía en la cara y se metió en la precaria construcción, que servía a la vez de casa y torre de vigilancia.

Adentro, una enorme bandera argentina hecha de retazos, con la cruz y el rebenque en lugar del sol, ocupaba la pared principal. Enfrente, una salamandra de hierro oxidado estaba apagada, con las ramitas y un tronco mediano de algarrobo, esperando por la llama. Se suponía que ella debía permanecer en el puesto de control durante la noche, pero no faltaba demasiado para la llegada de su primera visita así que inició un fuego en planta baja. «Va a venir. Si no vino anoche ni antes fue por algo, pero hoy va a venir», se sentenció la pequeña Caterín Altamiranda y no pudo evitar esperanzarse.

En la siguiente entrega, El Molino de Alférez San Martín