Leer desde #1: El Comienzo

Troya Domínguez llega hasta la delegación limeña, donde, por una supuesta desinfección, los consultorios están clausurados y la gente se agolpa en la calle. El Enviado del Padre en la Tierra ingresa rompiendo la puerta y encuentra a unos chiflados, mutilando médicos y enfermeros hasta la muerte. Entre los asesinos está Ramiro Zavaleta, hijo de los médicos y compañero del joven de brazos inmensamente largos.


Para su sorpresa, el fementido también parecía sobrio. El consumo opíparo y alocado de un brebaje surtido en sustancias era, aparentemente, parte del ritual de sus compañeros, y Ramiro Zavaleta nunca se había caracterizado por hacerse rogar demasiado en esas lides.

Por la cercanía, el deslenguador fue el primero en activar. Los otros esperaron, pisoteando a los limeños que estaban en el piso. El morochón de ojos colorados soltó la tenaza enrojecida pero, cuando intentó desenfundar su arma, el facón de Troya le dibujó un surco, profundo y sanguinolento, que le cruzó cara y cuello. No hacía falta ser un necromédico para saber que falleció antes de tocar el suelo.

― Es el que mató al teniente Williams. El del Milagro ―dijo el más alto y ancho, que parecía tener su mandíbula fuera de control, y el otro se plegó visiblemente a la dubitación―. Dicen que no puede morir.

El grandote del escudo de policarbonato retrocedió, incluso por detrás del cuerpo del enfermero al que estaba sometiendo, y las tensiones, de alguna manera, encontraron un equilibrio incierto, donde parecía que nadie iba a atacar a nadie. Troya aprovechó para hablar, y hacer algo de tiempo hasta que vuelva Mendoza con refuerzos.

― ¿Los mataste vos? ― le habló Domínguez al que había sido su amigo.

― Sólo los monjes pueden realizar los sacrificios ―dijo Ramiro, delatando con los ojos al del gorrito colorido.

― Sólo la muerte es justa ―clamó el supuesto monje, pero Troya estaba demasiado concentrado en el hijo de los doctores como para dedicarle una minúscula parte de su atención.

― Sólo la muerte es justa ―repitieron Ramiro y el grandote del escudo transparente.

― ¿Qué tiene que ver eso con matar a tus viejos? ―a duras penas, Domínguez disimuló su odio, para seguir ganando tiempo.

― Los médicos atentan contra los designios de La Muerte ―respondió Ramiro, con la devoción del novato.

― ¿Qué? ―la capacidad de disimulo de Troya había llegado a su fin.

― Hay que homenajear a La Muerte, amigo ―retomó su parla Ramiro Zavaleta―. Para que no…

― Yo no soy tu amigo ―dijo el Enviado y nadie quiso seguir hablando.

Pese al silencio, los dos soldados con delantal seguían a la defensiva. Troya tampoco avanzó, consciente de que el tiempo estaba de su lado. Uno de los chiflados le lanzó unas tijeras, que chocaron contra el escudo urbano, cubierto por el poncho tricolor de los infantes canabineros, y cayeron a centímetros del enfermero amordazado, que seguía las acciones con ojos atentos. La chica de Inteligencia y Legalidad seguía estaqueada en su crisis nerviosa.

― ¡Avance soldado! ―el supuesto monje del gorrito colorido le ordenó en un grito al hombre del escudo de policarbonato. Tenía empuñada una especie de lanza casera, con una punta que metía miedo ―. Tenemos que escapar ya.

En la siguiente entrega, a la Espera de Refuerzos.