UNA TEMPORADA EN EL INVIERNO

El invierno en Monte Hermoso tiene la particularidad de volver frágil los corazones; y una vez así, quebrarlos. Esa es la gran desventaja de vivir en la costa durante los meses más fríos.
Por eso, para resistir cierto quiebre sentimental, durante los quince días de las vacaciones de invierno me propuse terminar de leer un libro de ensayos llamado “Una guía sobre el arte de perderse” de Rebecca Solnit. Es un libro genial, que llegó, creo, en el momento justo de mi vida, y el cuál sobre todo llegó para generar más incertidumbres que certezas. El libro gira en torno a una pregunta que plantea Menón (un filósofo pre-socrático), la pregunta es la siguiente: ¿Cómo iniciar la búsqueda de aquello cuya naturaleza desconocemos por completo? Pregunta que deriva a otras que están estrechamente vinculadas a la primera: ¿Qué es perderse? ¿Hay alguna ventaja en esa tentativa? ¿Qué es lo que hace que la vida funcione en ese aspecto? o mejor dicho: ¿Puede ser funcional la pérdida y lo desconocido para vivir? ¿Y de qué manera? Frente a esto mismo, Rebecca Solnit se apoya en grandes escritores para tratar de trazar una posible respuesta. De Walter Benjamin, por ejemplo, destaca el concepto de “estar perdido” que el propone: W.B dice que hay que perderse en una ciudad (o en la vida misma) cómo nos perdemos en un bosque, pues perderse es, en definitiva, un aprendizaje. En el acontecimiento de la intemperie misma estamos totalmente presentes: atentos a los detalles, poniendo en juego nuestras herramientas y nuestros deseos. Pues; “aquello cuya naturaleza desconocemos por completo suele ser lo que necesitamos encontrar”.

                                                                         
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Llegué a Monte Hermoso para pasar solamente cuatro días (sin saber que esos cuatro días se convertirían casi en quince), pensando siempre en la pregunta que propone Rebecca Solnit a lo largo de su librito de ensayos, y a la vez con el intento de terminar de leerlo. Ya en la casa de mi familia, encontré en mi antigua habitación una pila de libros que había olvidado acumulados en una ménsula bastante precaria. Entre ellos estaba “El Monte Análogo” de René Daumal, un librito de poemas llamado “Albúm de lluvias”, un libro de Cristian Alarcón llamado “Si me querés, quereme transa”, pero entre tantos otros solo voy a destacar dos: uno, es un librito muy viejo con escritos míos hechos a lapiceras, fueron mis primeros intentos de poemas que realicé hace muchos años, y el otro libro era “Pájaros o reinas”, de Laura Forchetti. Al último lo compré un verano, cuando estuve trabajando en un pueblito llamado General Alvear. Pero por alguna razón no pude continuar su lectura: en ese momento los poemas me parecían incisivos, empezaba a leerlo y lo abandonaba al instante. Tuve en cuenta eso. Entonces tomé “Pájaros o reinas”, lo aparté junto a mis pobres escritos a lapicera, y decidí comenzar a leer ambos nuevamente, un poco por curiosidad, otro poco por obstinación. Para mi sorpresa, los comencé y los terminé manteniendo un mismo hábito de recorrido; sentado bajo el toldo de un parador abandonado de la costa, o en cualquier médano que todavía permitiera la llegada del sol.
 Sobre Forchetti puedo decir esto: sus poemas me acompañaban cuando salía a caminar, cuando iba a Sauce, cuando no podía dormir de noche, o a la tarde mientras tomaba mates en el patiecito de mi casa. La imposibilidad de mantener una constancia de lectura sobre “Pájaros o Reinas” que experimenté a principios de Enero, desapareció en Agosto. En estos días frente al desplazamiento del invierno en Monte Hermoso se presentó cada poema cómo todo un acontecimiento: tal vez porque un detalle dimensional es que algunos poemas suceden en la costa (imagino en Monte, o Pehuencó), o cómo en un embrujo; lugares que me dieron la sensación de haber estado antes aunque nunca haya sido así. El librito fue, digámoslo de algún modo, una pequeña revelación. Pues, como dice Robert Pinsky, en “Far from Prose”: “Lo más contemporáneo de la poesía contemporánea es a menudo interior, sumergido, libre de reglas, difícil de alcanzar, más atrevido que serio, con más ganas de sorprender que de decir”.
 Es decir, ante todo se trata de sensaciones. Algunas veces leía los poemas en voz alta, y percibía que la palabra, o el sentido que experimentaba al principio, cambiaban. Se revelaba lo desconocido, ganaban terreno nuevas escenas, otros detalles que una lectura en silencio hubiesen pasado desapercibidos. Cómo cuando repetís tantas veces una misma palabra y luego se transforma en un absurdo, leer poesía en voz alta por momentos es un movimiento que abre nuevos panoramas. “El poema leído es un río en el que nos dejamos llevar, transportar a otra orilla, una orilla desconocida, recién creada”; dice Laura Forchetti en una entrevista. Entonces pensé en Rebeca Solnit y la pregunta que constituye su libro: ¿Cómo comenzar la búsqueda de aquello cuya naturaleza desconoces por completo? Tal vez se parece a abrir algún libro olvidado nuevamente, a reencontrarte con una persona luego de varios años de desencuentros, a iniciar un viaje, o a cancelarlo para quedarse quieto y ver ahora lo que antes no; o simplemente, se parezca a escribir una hoja en blanco.

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 Podemos decir que la pregunta, no es cómo perderse, sino como aprender a perderse. No perderte nunca es no vivir; aclara Rebecca Solnit; no saber cómo perderte acaba contigo, y en algún lugar de la terra incógnita se extiende una vida de descubrimientos, de incertidumbres, de sosiego. Recordé entonces a Carl Jung, cuando dice: el destino es todo aquello que no sé de mí. En algún momento, ella cita un fragmento de Thoreau, para quien moverse por la vida, la naturaleza y el sentido es el mismo arte; «Perderse en los bosques es una experiencia tan sorprendente y memorable como valiosa», escribió Thoreau. «Solo cuando estamos totalmente perdidos tomamos conciencia de la inmensidad y de la extrañeza de la naturaleza. (…) No nos encontramos totalmente desorientados hasta que no estamos perdidos, o en otras palabras, hasta que no perdemos el mundo y podemos reconocer dónde estamos y cuál es la infinita extensión de nuestras relaciones» Thoreau juega con la pregunta bíblica que plantea: de qué le sirve al ser humano ganar el mundo entero si pierde su alma. “pierde el mundo entero”, afirma, “piérdete en él, y encontrarás tu alma”.

                                   
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Una tarde, mientras caminaba por la playa llegué a un barrio que se llama “Villa Caballero”, es muy chiquito, y lo recorrí al toque. Todo el barrio estaba completamente deshabitado: parecía un pueblo fantasma como en las películas yankis de cowboys del viejo oeste. Pensé que es una ley: en Monte Hermoso, las casas que se encuentran llenas en verano, se vacían en invierno. Me senté en la arena para seguir con una lectura: pero me distraje porque a lo lejos vi a un pescador que se encontraba a la orilla del mar, sentado en una reposera mientras tomaba mates solo. Por alguna razón me acordé de Leif Larsen; el personaje Montehermoseño, quien desde los años 50 pasó sus últimos días, por alguna razón, a este recóndito pueblito costero. Se dedicaba a vivir de la pesca y era muy compañero de los perros: por lo poquito que escuché de él, siempre se lo veía caminar en soledad. Ese tipo de movimiento siempre me remiten al comportamiento de Siddharta: el príncipe que rechazó toda la responsabilidad de su sangre y que su familia había depositado en él, para sumergirse en su propio camino, siempre solitario, vagando por el desierto, y del desierto hasta ciudades extranjeras, hasta llegar a encontrar un nuevo sentido que lo sacie, al menos, provisoriamente.  Me pregunté qué es lo que hace que una persona abandone un idioma, una tierra, un país, una familia, para sumergirse en otro nuevo territorio separado por miles de kilómetros de distancia; teniendo completamente en cuenta que desconoce todo lo que le depara. Es cómo un hermoso disparo en la oscuridad. 
 
  Recordé una partecita del libro de ensayos de Rebecca Solnit, dónde aparece una cita introductoria de un libro escrito por Bob Callahan, donde el habla sobre un fenómeno curioso que se da entre los indígenas de Pit River (un grupo asentado cerca del mítico Monte Shasta en California). Éste fenómeno del cual ellos hablan puede ser traducido como “vagar”; “Pareciera que en cierto momentos de malestar psicológico, a un individuo se le hace insoportable la vida en su entorno habitual. Ese individuo empieza a vagar. Se dedica a deambular por el campo, sin un rumbo fijo. Va haciendo paradas en distintos sitios, en los asentamientos de amigos o familiares, siempre de paso, sin detenerse pocos días en ningún lugar”. Pero sobre todo, ese trayecto lo hacen en soledad: resguardando en su interior parte de un sentimiento que se gesta en silencio. Sin embargo, la persona errante se encarga de habitar lugares agrestes, como las cumbres de las montañas, o un campo abierto; así se evita el estatismo, pues es un hecho que nada permanece en el mismo estado; y esto no es necesariamente un problema. El fragmento concluye diciendo que ese vagar puede conducir a varios desenlaces: “Cuando esto ocurre, puede ser que algunos seres salvajes se acerquen a echarte un vistazo y quizá alguno te tome simpatía, no porque estés sufriendo y tengas frio, sino tan solo porque le gusta tu aspecto. En ese momento se acaba de vagar, y el indígena se convierte en un chamán”.
 Ese trayecto solitario practicado por los nativos cómo reacción ante un malestar espiritual, es parecido al tratado sentimental propuesto por Virginia Woolf en Al Faro (un ensayo sobre pasear): “Cuando salimos de nuestra casa una tarde agradable entre las cuatro y las seis, dejamos atrás el yo que conocen nuestros amigos y pasamos a formar parte de ese vasto ejercito republicano de vagabundos anónimos, cuya compañía es tan agradable después de la soledad del cuarto propio”. Entonces perderse, no se trata solo de algo de orden geográfico, sino de un ferviente del deseo, de un sentido personal, de identidad; de liberarse de las cadenas que nos recuerdan quienes somos, quienes los demás creen que somos, de volvernos extraños, de borrar, aunque sea un segundo lo que los brujos llaman nuestra “importancia personal”, nuestra propia historia. Esa extrañeza es una novedad necesaria. Más aún si tenemos en cuenta el concepto dual de perdida; pues perder cosas tiene que ver con la desaparición de lo conocido, y perderse, en cambio, tiene que ver con la aparición de algo desconocido. Entonces, como escribe Rebecca Solnit, no se trata solo de estar perdido, sino de intentar perderte, “nos perdemos porque sentimos ese deseo; porque en el estado que denominamos estar perdidos encontramos cosas extrañas”; o incluso, en el mejor de los casos, nos encontramos a nosotros mismos.

                                               

                                                                                      ***

De algún modo, tanto Forchetti como Solnit me ayudaron a sobrevivir parcialmente una temporada en el invierno; y además, me impulsaron a decidir compartir los escritos de mi Yo del pasado, con ciertas adulteraciones de mi Yo presente. Por un lado, es por el simple motivo de no dejar morir las cosas en un rincón, y por otro, porqué a pesar de que algunos escritos me dan cierto pudor, me gustaron y definen al menos una partecita de mi historia.

Así que ahí va:

Tengo este celular al lado de la cama por una razón:

La alarma me despierta
todas las mañanas a la once.
Así inicio los días de invierno
mientras mi familia no está.
Me convenzo de que está bien
está bien todo esto
estar triste y solo
está ok
Me hago un té
y mientras espero el agua hervir
acaricio a mis mascotas
A veces al recuerdo también
como un animal herido lo llevo
entre mis manos. Luego subo
las persianas, la luz siempre
cubre las sombras y me refugio
unos segundos al lado del calefactor.
Es que vos sabrás:
el frio siempre pega el doble
cuando la memoria se vierte
sobre sí misma
y de alguna forma
hay que salvarnos.

Es verdark

Yo nunca me resisto e igual sufro.
La melancolía es un duelo sin final
escribió Lacan. Pero solo por hoy
ya estaríamos, man.

Solo

Sólo sé que hace falta
algún sitio donde hundir la piel
en otra piel.
Sentirse a salvo.
A veces el amor es
como un bonzo suicidándose
por tristeza.
Otras,
el fuego que heredamos
en nuestro interior.

Tan solo, soy un animal tratando de pasarla bien.

Tengo alma de perro y mente de poeta
le ladro a las páginas en blanco cuando es de noche
cuando es de día me cagan a puteadas los taxistas
por estar a nada de pisarme. Siempre lloro porque sí:
sin razones fijas extraño de más a quienes no están;
no puedo quedarme quieto en la fila de los bancos;
cuando tengo que pagar la luz en Edes me dan ganas de salir corriendo a cualquier lugar; me
revuelco por el pasto de las plazas porque quiero
y festejo la llegada de quienes amo con un entusiasmo notorio.
Zurcido y torpe me lleno de barro adrede cuando llueve
adrede persigo los bondis como un ciego enamorado
y no me importa llegar tarde a ningún lugar.
Cada vez leo más poesía y cada vez más liviano me siento
Cada vez más en la madrugada aullo más fuerte por la ventana
a una ciudad rota que no me escucha
y es cierto de verdad es cierto que cuando voy a los cafés
y me quedo quieto y me quedo solo
y el silencio es más que suficiente
me pregunto qué sentirás vos
hoy
ahora
al leer esto.