Ciertas danzas emolientes del corazón a deshoras


Se juntan luego del turno de ella, a las dos de la mañana.

Comparten silencio y unas tazas de lapsang souchong.

Ella le dice que a pesar de casi no tener espiritualidad

un día de estos se va a meter a una iglesia

a rezar sin que nadie la vea. Que no da más,

que a su consultorio llegan los que de verdad no dan más.

 Ella le cuenta esta noche a él el caso de un narco

agonizante

 al que acaba de intentar sobrevivir

presionada por la familia del moribundo

que primero le ofreció dinero y luego balas en la sala de

espera.

Que vio morir a una niña de dos años por hipotermia

cuyos padres se mataron luego con veneno para ratas,

que no sé cuántos ataques de pánico le llegaron hoy,

que con una paciente se rió a carcajadas y hasta fumaron

con el ventilador y la ventana abierta,

y que hablar le hizo mucho mejor a la iñora

que ninguna otra cosa aunque de todas maneras le dio

un par de píldoras sólo en caso de extrema necesidad

(esa paciente le dio un secreto para que las empanadas

quedaran para acariciar por dentro el alma de cualquiera)

 El sujeto llega en bicicleta, a las dos de la mañana

charlan, escuchan Hildergad Von Bingen,

hacen el amor como si fuera

 —y al parecer será— su última vez

como si la muerte les hubiera dado horas de plazo,

 luego ella lo baña y le lee poemas

mientras él descansa en la bañera caliente

Él luego de hacer el amor piensa retirarse

para no interrumpir el sueño de ella,

o piensa en no moverse y poder dormir también él.

Ella presiente esa ligera incomodidad corporal:

como ambos se preocupan el uno del otro

ninguno puede dormir, además

podrían estar tocándose dos días, una semana.

Mientras no pueden dormir —además, mañana

ambos deben trabajar duro—, ella le da a él

un trocito de benzodiazepina con agua

que parece una hostia que parece un diamantito que parece

polen entre las yemas del pulgar e índice de ella,

un pedacito de hoja de ciruelo o azalea blanca

o hielo o una partícula de detergente entre los dedos

(De Ruda)

Oda a un notebook

un hombre o una mujer desnudos

en una pieza tipo calabozo,

un ser humano solo rodeado,

 en el mejor de los casos,

de ediciones y un termo con té,

de diccionarios y una botella de vino

 pero la mayoría de las veces

rodeado de nada, a oscuras;

las rodillas abrazadas, la cabeza en las piernas;

un ser humano solo que piensa:

(a)el cobre no se oxida

(b)el rock es luz y

(c)todo poema es un regalo hecho con devoción

y (d) el cuerpo es de goma o acero:

aguanta que ni se imaginan

y lo que nos cortan

nos crece con creces

como a la lagartija (sagrada

para la tribu de la infancia

en el rito del microscopio y la tortura).

Se suelen olvidar esas cosas.

Y reflexiona incluso ese hombre

o esa mujer cuando el pensamiento no juega ping pong

—aburrido 29 por su falsa levedad—

ni la culpa juega a algo aún más rudo.

Antaño —esto siempre fue hábito—,

ese hombre o mujer

garabateaban notas en la penumbra, que luego,

al ser revisadas, tenían el aspecto de ninjas

que habían saltado

sobre la página.

Hoy usa una PC.

Un ser humano solo con una laptop

en una pieza tipo calabozo,

una laptop milagrosa que ilumina la pieza

como un altar o un fetiche católico.

Caída ascendente

Cuando Parker Jagoda se lanzó, creyó volar,

libre al fin de todo y de sí mismo.

El travesti part time —arquitecto y esposo la otra mitad del día—

caía del último piso de una torre del Loop o de Av. Portugal

como un ave del paraíso en vuelo ascendente

hacia una extravagante tierra prometida.

Inevitable que nos recordara la cabeza de Breton

 que en alas delta alguna vez sobrevoló

los acalorados intrinques de Valparaíso,

pero eso era —entre surrealismo y marihuana—

nuestra fascinación impúber.

Lo de Jagoda era diferente.

 (De Calas).

By: Germán Carrasco (Santiago, 1971)


 Tiene estudios de Humanidades en la Universidad de Chile. Fue parte del taller de la Fundación Pablo Neruda, del Taller de escritores de la Universidad de Iowa y del Tree House en New Bedford & Gloucester, Ma. Ha dirigido cursos y talleres (tanto en Chile como en Argentina), entre ellos el taller de poesía de la Corporación Cultural Balmaceda 1215 en varias oportunidades. Es autor de los libros de poesía Brindis (1994, Universidad de Chile), La insidia del sol sobre las cosas (1998, Ed. JC Sáez), Calas (2001, Ed. JC Sáez), Clavados (2003, Ed. JC Sáez), Multicancha (2005, El billar de Lucrecia, México), Ruda (2010, Editorial Cuarto Propio) y Ensayo sobre la mancha (2012, Ediciones Corriente Alterna). Libros suyos han sido traducidos al alemán, al inglés y al italiano. Entre los reconocimientos que su obra poética ha merecido destaca el Premio Jorge Teillier (1997), el Concurso Hispanoamericano Diario de Poesía (Buenos Aires, 2000), el Premio Enrique Lihn (Valdivia, 2000), el Premio Sor Juana Inés de la Cruz (México-Costa Rica, 2000) y el Premio Pablo Neruda de la fundación homónima (2005). Ha sido incluido en antologías en México, Francia, España y Argentina y ha publicado traducciones de Shakespeare, Robert Creeley y John Landry; y es, indudablemente un fantástico poeta.