Pensando en aquello que me impulsa a escribir recordé un fantástico artículo de Fabian Casas, llamado “Seis propuestas para los próximos millennials” (artículo publicado en infobae). Entre el amplio recorrido reflexivo que realiza Casas, hubo algo (o alguien) en específico que me conmocionó: la historia de George Oppen.

“El fue un poeta yanqui que formó parte del grupo de los objetivistas, dejó de escribir durante veinte años para dedicarse al trabajo social, ya que consideraba a la poesía como una actividad insuficiente para las urgencias de la época. A este período, la crítica modernista lo llamó “el largo silencio de Oppen”; es un hecho singular con el que los poetas se cruzan de vez en cuando. ¿Para qué sirve la poesía? ¿Escribo poesía o hago la revolución? ¿Hago las dos cosas? ¿Se puede? ¿Escribo en un lenguaje para que me entienda el pueblo?.
Un día soñó que su padre le decía que unas herramientas se estaban herrumbrando en un cajón y él interpretó este sueño como una indicación de que debía volver a escribir poesía. Lo hizo y sacó un libro hermoso llamado Of Being Numerous. Oppen decía dos o tres cosas que a mí me parecen importantes.
 Una: que un poema no es sobre algo, que el poema es algo.
Dos: utilizar las palabras siempre y cuando sepamos que las palabras son enemigos.
Tres: “Claridad, claridad, es lo único que busqué en mi vida”.

 Lo de Oppen parece una historia de ficción: desde el casi imposible hecho de alejarse del ámbito literario en su totalidad durante un tiempo tan extenso, hasta el sueño que reivindica su regreso, y, que su regreso precisamente sea una acción triunfal. Frente al paso de su historia y los hechos subyacentes que condicionaron sus decisiones, se me ocurrieron dos posibles hipótesis que impulsaron su creatividad: la primera, las preguntas, ellas si bien pueden funcionar cómo bloqueos artísticos, son enteramente necesarios para aceitar los engranajes que constituyen la maquinaria narrativa. La segunda: cómo en la mayoría de los ámbitos sociales a los que pertenecemos, resulta a veces constructivo alejarse de aquello en lo que creemos, pues en el reencuentro podemos ver lo que antes no. Entonces en la retirada no hay pérdida, sino un aprendizaje.

 A veces, creo que escribir significa una especie de encuentro en cautiverio, donde la palabra no es un refugio, sino la intemperie misma: un ámbito salvaje, un terreno desconocido dónde los poetas están dispuestos a cazar bajo el capricho del lenguaje. Además del trabajo de introspección que demanda escribir, hay un enfrentamiento constante con el Orla en aquel ring mental: esa otra voz fantasmagórica que dice que nunca será suficiente (aunque sí lo sea). ¿Es acaso esa la mínima obsesión que nos condena? ¿Es acaso esa segunda lucha la que todos compartimos y condiciona nuestro encierro? Fue Capote, quien escribió; “dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aun: la diferencia entre escribir muy bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz. Después de eso, cayó el látigo”.

 Tal vez sea un hecho que los escritores se odian así mismos; aunque paradójicamente pecan de narcisistas. Por ejemplo, acá en Bahía Blanca, una vez escuche decir que muchos tratan de escribir como Mario Ortiz ¡Y quien no quisiera! (hasta yo lo intente) Pero ese es el martirio; solo hay un Mario Ortiz, y es imposible repetir su lenguaje; aunque si es posible aprender de el con toda la libertad que garantiza la literatura. Permitirse contagiarse de las emociones ajenas es para mí, una de las más bonitas recompensas del arte.
 Si no hubiese sido por Homero, Virgilio no hubiese escrito la Eneida. Si no hubiese sido por Erwin Piscator, Bertolt Brecht no hubiese construido las premisas del teatro épico y su teoría. Si no hubiese sido por Céline, tal vez Bukowski no hubiese encontrado aquella crudeza que lo caracteriza. Si no hubiese sido por Rimbaud, Artaud no se habría desenvuelto con tanta naturalidad en el surrealismo y la locura. El pasado informa el presente, y el presente informa y modifica el pasado. La tradición, a veces no implica estabilidad sino revolución; tener presente el pasado para cambiar el futuro; eso se ha dicho.

 ¿Y para qué escribo esto?

a) Hoy, en el día del 1-04-2021, encuentro un pálido reflejo en el silencio de Oppen que despierta un sentimiento de finitud frente a la literatura misma, puntualmente, sobre el basto camino que se ha trazado a lo largo de la historia, sus desenlaces y lo que soy Yo frente a ella. ¿Si todo ya ha sido creado, que es lo que nos queda por explorar? ¿Cuál es nuestra voz propia entre todas las voces? ¿Cómo reconcerla? Fabian Casas dice que en la triste guerra del ego la originalidad es un cheque que te da el capitalismo para que luego estés endeudado: frente a tal afirmación remite a George Lukacs, citando una frase suya que funciona como un hit: querer ya es ser original.

b) Esto, simplemente es un pobre pie reflexivo a un par de vagos acontecimientos en mi vida: pues, en varios meses, no pude escribir ningún verso que en verdad me conformara. Borre words y prendí fuego todas las servilletas dónde escribí un montón de versos sueltos e intentos de cuentos durante el verano. Me busqué y me rebusqué: me perdí y me rechacé: caí en qué muchos de mis poemas se constituyen por frases hechas y me amargué. Sin embargo, entre ese sufragio intermitente que se media entre el Orla y Yo cada día, decido hoy compartir un par de poemas que rescaté de aquel calvario veraniego.

I

Estábamos en una terminal
y veíamos a una pareja despedirse:
el lloraba y
ella lo abrazaba.
Conversamos un rato
observando la escena. Entonces
recordé una hermosa frase:

nosotros no elegimos el dolor
pero si el lugar de la herida.

II

Soñé con un bar.
Era de noche
y sentados en una esquina
estaban Bukowski y Pizarnik
Yo avanzaba hacia ellos
y ellos me miraban.
El indiferente.
Ella melancólica.
Me sentaba en su mesa,
y nervioso guardaba silencio.
Entonces ella hablo:
Sabes, dijo Alejandra,
cuando partimos los sauces
se arqueaban en primavera
Luego ella tomo mi mano
y dibujo en mi palma letras ilegibles
mientras Bukowski dejaba escapar el humo
de un cigarrillo para luego
beber un poco de cerveza.