La pandemia del covid-19 está causando estragos en distintos puntos del planeta y propongo reconocer las manifestaciones de las masas con respecto a una enfermedad que podríamos llamar transmoderna. Se la puede denominar así no solo porque vivimos el siglo XXI sino por las condiciones prácticas que están siendo “estrenadas” por la humanidad que enferma, hablamos de redes sociales, medios masivos de comunicación y diversas formas de control social y flujos de información a escala global.

El padecimiento propiamente dicho ya no queda restringido a la esfera de lo privado sino que es público. Más allá de cada uno de nosotrxs y nuestra subjetividad, existe un ser nosotrxs que se constituye como el hegemónico en cuanto a las formas, a las actitudes que surgen frente al confinamiento, a las nuevas medidas de cuidado personal, a la presencia de las fuerzas federales en las calles, al acceso a insumos básicos, es decir, frente a la interpelación de la vida cotidiana. Es la consagración del salto de la vida privada a la esfera pública por completo y socialmente aceptada, consciente, reproducida, y constituida por millones de personas que por acción u omisión legitiman ciertos comportamientos. Es la muerte de lo público en manos de lo privado, dirán algunes, yo creo que es un tipo de secuestro. Centros urbanos de distintos continentes imitan ciertas conductas solidarias, como compartir canciones, chistes, poesías a través de sus balcones, con el objetivo de tornar más ameno el aislamiento, el respeto y orgullo hacia profesiones indispensables en estas situaciones como son lxs médicxs y enfermerxs, muchas veces valupeados por el Estado; y otras tantas “viralizaciones” que completan el espacio y el tiempo que ya no podemos destinar a otras tareas antes diarias.

Está ascenso del ciudadanx global se da en medio de una crisis eco-sistémica ya que se ven limitadas todas las capacidades de las instituciones políticas, económicas, religiosas frente a la debacle del capitalismo que destruye tanto vidas humanas como la vida de la naturaleza, la vida toda en el planeta. Esto se reflejó, por ejemplo, en la ciudad de Venecia, donde se mejoró notablemente los ecosistemas de sus famosos canales a partir de la cuarentena obligatoria en Italia. Hechos de misma índole ocurrieron en diversas regiones del mundo, donde se advertía una recuperación de la flora y la fauna autóctona sin la presencia destructiva del humano. Creo que esto nos interpela fuertemente porque ya no es discursiva la premisa sobre la destrucción del medio ambiente por parte de la humanidad, ahora tiene un correlato fáctico que comprueba no solo lo que le hacemos a la naturaleza sino que estamos a tiempo de tomar medidas que en serio signifiquen un cambio radical en la reproducción de nuestra vida; que no hay que ser de Greenpeace para poder transformar la realidad (como si fuera cierto), sino que además hay una respuesta del otro lado, hay una afirmación de que funciona, de que el mundo lo necesita y que a la primera modificación de nuestros hábitos la diferencia puede ser notable. 

“No queremos ser más está humanidad” dijo Susy Shock. Ahora no solo sabemos lo que no queremos ser, superamos la negativa y estamos paradxs frente a la acción real (aunque ocurriese por una situación que nos obliga), a un tipo de síntesis que no nos deja lugar a dudas: nadie se salva solx, sentenció Francisco, y más allá de creencias, la realidad de la enfermedad lo afirma; si permanezco en casa, o circulo lo menos posible, lavo mis manos y soy responsable estoy ayudando a que haya pocas probabilidades de muerte. No es menos importante la presencia de la muerte, la dicotomía se presenta como vida frente a la muerte. Es sacarle la máscara al capitalismo voraz, genocida, ecocida y ver(nos) nuestros rostros detrás de esa enorme maquinaria, que sin nosotrxs, sin nuestra corporalidad viviente, sin nuestra carne y nuestra sangre corriendo por nuestras venas no funciona, no hay vida, no es. En este punto creo que es donde se radicaliza el pensar, sino me cuido, no cuido a otrxs, si no nos cuidamos gana la muerte, no somos. Frente al no ser no hay nada, entonces la única prioridad posible es existir, garantizar la vida, la mía, que significa la de otrxs, y en definitiva la de todxs.

Insurge la solidaridad como única salvación posible, la cooperación, la redistribución, la reciprocidad; se fortalecen valores antagónicos al hegemónico, al sálvese quien pueda, al individualismo consumista en que vivimos.

Ya no se añora el futuro indeterminado, se revaloriza el pasado, incluso las pequeñas actitudes invisibles que adornaban el vacío suceder en la sociedad capitalista, tan sencillo como querer compartir un mate, saludarnos con un beso en la mejilla, actos antes imperceptibles. Se desarrolla un nuevo sentido, que se nos había atrofiado, el sentido de saber que necesitamos ineludiblemente de (nos)otrxs.

Sabemos que el eurocentrismo y sus exponentes filosóficos han dado prioridad al fundamentalismo del futuro, la persona es por aquello que puede ser, el futuro es la posibilidad fundamental de “lo mismo”. Lo mismo que ya se es, es lo que en definitiva se intenta. El proyecto por más utópico que temporalmente futuro se quiera, es solo una actualización de lo que está en potencia en el mundo vigente*, dice Enrique Dussel. Al correr el futuro del centro y realizar una regresión a lo primordial, volver a lo esencial, volver a la proximidad, se transforma en una oportunidad; (re)descubrir lo verdaderamente importante, casi siempre en lazos humanos, familia, amigues, recrea una idea perdida de comunidad que choca contra una sociedad global que se aferra a la vida, que se reencuentra cuando mira hacia el centro, cuando vuelve dentro, al hogar, cuando se vuelve a unx para reconocerse ya no en lxs otros, sino en el todxs.

Nada volverá a ser como antes.