Mi amiga V conoce a un tipo interesante que le dice que es sumiso, y me pregunta de qué se trata (un poco se hace la distraída) y se pregunta por qué el quía sale con eso tan pronto. Ella supone que eso es sexual (otro poco se hace la distraída), y que entiende que eso del garche “se da”, no se explica antes. 

Y le digo que para la gente que cree en eso, que hace eso, eso no se da, se acuerda. Hay motivos para ese discurso, esa baba sexual contractual. En esa forma de relación (en esa relación, como todas, formalizada) tal vez lo más importante es que se juega la confianza, el vestido de la confianza, una idea de ella. Entonces, se hace necesario un contrato previo como discurso amoroso, más allá de que no sea comprobable su posibilidad de cumplimiento. Luego, hay otro asunto más profundo. Recuerdo que una vez me puse a pensarlo. 

Eso más profundo tiene que ver con el concepto de fetichismo. Hago un salto de atrás para adelante y de adelante para atrás en las próximas reflexiones. El fetichismo es -en última instancia- un procedimiento del pensamiento, por lo tanto del lenguaje y por lo tanto del erotismo. El fetichismo se sostiene en una figura retórica que es la metonimia (pars pro toto, la parte por el todo). El fetichismo es metonímico: los pies, o los zapatos, o mi obediencia o lo que sea representa el (siempre inexistente) todo sexual amoroso. 

Entonces, el acuerdo previo, el contrato, es una confirmación de ese recorte, un acercamiento a la posibilidad de controlar algo del temible todo. Ese relato es lo único posible para tranquilizar a alguna gente, y que se deje cojer (Tal vez para toda la gente, si el recorte se extendiera). En este caso, las condiciones de la sumisión son el fetiche. ¿Por qué –entonces- se pide eso? Porque asumir el «amor» (sexo) es un problema abismal, mortal, terrorífico. Y hay gente que no puede con eso que parece tan todo. Entonces, su cabeza encontró –contra el miedo, a favor del lenguaje- el procedimiento de la metonimia.