No estudié en una universidad pública. Ni siquiera estudié en una universidad argentina. No puedo contarles todo lo que aprendí en sus aulas ni compartir fotos sonriendo junto a mis amigos y amigas de la carrera. La universidad de la que me recibí – Middlebury College – es privada, estadounidense y carísima. De lo que sí puedo hablar es de los estudiantes extranjeros, porque yo fui una. Y porque en las últimas semanas me cansé de leer y escuchar que todos los problemas de presupuesto de las universidades estatales se resolverían restringiendo el acceso a ellas de extranjeros o cobrándoles un arancel.

En mi tercer año de facultad cursé una materia sobre la historia de EEUU durante el siglo XX. Una mañana, al término de la clase la profesora me pidió que me quedara. Cuando se fueron todos, me dijo que quería que participara más, que era muy importante que levantara la mano más seguido. Y no me lo dijo porque mis comentarios fueran particularmente inteligentes, sino porque en todo el salón sólo ella (coreana) y yo (argentina) éramos extranjeras. Mis intervenciones, especialmente cuando cuestionaba lo que otros creían respecto a la visión que se tiene de Estados Unidos en el resto del mundo, aportaban un nuevo punto de vista y enriquecían el debate. Hasta ese momento yo me sentía un poco en falta. La beca que tenía cubría el 100% de una matrícula que ascendía a más de 60 mil dólares por año, y me parecía no estar a la altura de las expectativas. Pero ahí entendí: el más mediocre de los estudiantes extranjeros puede aportar más en un aula que el más brillante de los locales. «Somos los únicos giles que dejamos que vengan a estudiar gratis. Esto en el primer mundo no pasa», gritan cuando se enteran que el 4% de los estudiantes en universidades argentinas es extranjero. En Middlebury College ese porcentaje asciende a cerca del 15%. En Columbia al 18%, en Harvard al 13%, en Princeton al 12%. Los International Students son buscados alrededor del mundo, becados, premiados, tentados y convencidos de ir a Estados Unidos, un país que les debe gran parte de sus avances científicos, artísticos y sociales.

En varios países de Europa existen universidades públicas, y muchas de ellas son gratuitas para ciudadanos de la Unión Europea. Austria, Dinamarca, Grecia, Islandia, Malta, Eslovaquia o Suecia; por mencionar algunos ejemplos, estimulan el intercambio entre países de la UE ofreciendo programas de grado y posgrado totalmente gratis o a muy bajo costo a personas provenientes de cualquiera de sus países miembros. Los estudiantes de otros continentes, en cambio, deben pagar miles de euros por año. En Argentina el 95,9% de los extranjeros vienen de otros países de nuestro continente. Y el actual gobierno pretende modificar el artículo 2° bis de la Ley 24521, abriendo la posibilidad de empezar a cobrarles. Europa, mientras tanto, tiene tan clara la importancia de la experiencia internacional que en 1987 creó Erasmus+, un programa que promueve y financia la movilidad académica de estudiantes y docentes, fomentando el intercambio social, cultural, lingüístico y deportivo. Miles de estudiantes europeos cursan uno o varios semestres de sus carreras en otro país mediante este programa que invirtió 26200 millones de euros para el período comprendido entre 2021 y 2027, casi el doble de lo gastado entre 2014 y 2020.

Otro de los argumentos en contra del alumnado extranjero es que se educan y reciben «con la nuestra». Pocas frases me apagan más la esperanza de una discusión constructiva que escuchar a mi interlocutor decir «porque yo pago mis impuestos», no sólo porque suele ir acompañada de una ideología aporófoba, xenófoba y/o clasista, sino porque además encierra una visión limitada de la contribución impositiva. No pagamos impuestos sólo cuando emitimos una factura con el logo de la AFIP o cuando vemos la diferencia entre nuestro sueldo bruto y el neto. Cualquier persona que viva en Argentina paga decenas de impuestos por año. El que mejor conocemos es el Impuesto al Valor Agregado (IVA), pero hay además impuestos al tabaco, a las bebidas alcohólicas, a la telefonía satelital, a las entradas a espectáculos, a las apuestas, a los pasajes, y muchos etcéteras. Cualquier estudiante extranjero que decida vivir en Argentina, entonces, pagará casi diariamente algún tipo de impuesto. «La nuestra» es también «la suya».

Otro de los aspectos del discurso «Con mis impuestos no» que siempre me hizo ruido es que pretende poner sobre la mesa una conciencia social y colectiva que en la mayoría de los casos carece de autocrítica. Las personas que opinan que los extranjeros son un gasto evitable en la educación pública, ¿se recibieron en tiempo record? Alguien que tardó 12 años en terminar una carrera de 4 en la UBA, ¿usó el triple de la parte de «nuestros impuestos» que le corresponde? Alguien que arrancó una carrera, unos años más tarde se dio cuenta de que no era lo suyo y luego empezó otra, ¿robó la porción de «nuestros impuestos» de otro estudiante? La universidad pública en Argentina nos da derecho a dudar, arriesgarnos, armarnos un plan de estudio acorde a nuestras necesidades, avanzar de acuerdo a nuestras posibilidades y probar y reprobar las veces que sean necesarias sin endeudarnos para siempre en el camino. Y todas esas crisis vocacionales y existenciales son bancadas con «nuestros impuestos» sin que nadie las cuestione. Ah, pero ese 4% de extranjeros es la causa de nuestra ruina.

El caso de «invasión extranjera» del que más se ha hablado últimamente es el de los estudiantes brasileños. Según un informe del sitio Folha de S. Paulo, el número de brasileños que estudian medicina en Argentina se quintuplicó entre 2015 a 2022, pasando de 4000 a 20000. Esto equivale al 12% del total de estudiantes de la carrera, llegando al 31% en la educación privada. «Se aprovechan de nuestra generosidad», claro, atraídos por la ausencia de examen de ingreso, la calidad de la enseñanza y el bajo costo de vida. Se aprovechan tanto de nuestra generosidad que se ven obligados a hacer una carrera de varios años en un idioma que no conocen, lejos de sus afectos, su casa, sus vidas. Siempre me sorprendió la gente que en lugar de apreciar y defender el privilegio de estudiar o atenderse en un hospital a dos cuadras de donde nació se enoja porque un pibe tuvo que desplazarse miles de kilómetros para cumplir su sueño profesional o para evitar la muerte. 

Brasil y Argentina, junto a Uruguay y Paraguay, son los cuatro países que conforman el MERCOSUR, un proceso de integración regional que nada nos importa cuando se trata de fomentar la movilidad e intercambio humano. Esta semana escuché en una radio que alguien quería obligarlos a quedarse a trabajar en los hospitales argentinos. «No me molesta que vengan. Pero vienen, estudian y se van«, decían. Hay programas y becas internacionales que exigen la permanencia en el lugar de estudio una vez concluída la carrera, otros que obligan a los estudiantes a regresar a sus países inmediatamente, y otros que dan libertad de elección porque entienden que es muy difícil planificar dónde y con quién querremos estar en 5, 10, 15 años. Habrá que evaluar carrera por carrera, ver qué profesionales faltan en Argentina para incentivar que los extranjeros elijan ciertas carreras y se queden o se vayan, analizar si ese 4% pone en riesgo la calidad y el funcionamiento de las clases, entre otras cosas, para tratar de sacar el mayor provecho de su paso por nuestras universidades. Yo, por ejemplo, me fui de Estados Unidos apenas terminé de estudiar y no he vuelto a vivir allí, pero gracias a mi profesora coreana entendí que el «estudian» entre el «vienen» y el «se van» no es un instante fugaz sino un encuentro fructífero del cual se benefician ambas partes. Y que durante ese «mientras tanto», e incluso cuando ya se han ido, esos estudiantes extranjeros aman más a nuestro país que el tipo que nos gobierna.

(en la foto estoy yo, con una mochila que tengo desde los 9 años, junto a tres estudiantes Erasmus viendo la caída del sol en Verona, Italia)