02/06/2022 17:45hs, previo a «I’m no angel» de Wesley Ruggles

Suena muzak muy bajito, probablemente fuera de la sala, mientras tres viejos y yo esperamos que empiece la proyección. Entran por separado dos señoras más, hermanadas por el resfrío: una saca de su cartera un pañuelo de tela bordado y se suena la nariz, la otra estornuda que da calambre. Todos miramos cada tanto al frente, cada tanto a los bordes de la sala, a ver cuándo bajan las luces. Algunos miran el celular, otros además meten mal el dedo: se escucha de repente un saludo —“hola linda, hola hermosa!”— del otro lado de una pantalla y le responde la señora del pañuelo bordado que no, que se equivocó y que ahora no puede hablar porque está en el cine. A la par del llamado, un noticiero anti-oficialista en el celular de uno de los primeros viejos, que refunfuña no sé si a favor o en contra. Entra otra señora y nos da las buenas tardes. Apenas toma asiento, se le une otra mujer. “¡Te encontré!”, la sorprende. La señora de las buenas tardes abre su bolso y saca media docena de facturas para ambas y se ponen a charlar. Hablan y mastican a los gritos, su parlotear hace de la espera algo más ameno porque están bien informadas y nos anticipan —queramos o no— la función. Estoy casi segura de haberlas cruzado en otro ciclo, me hacen acordar a las fans de Toshiro Mifune. Cuando se aburren del tema pasan a ponerse al día; charlan del frío, de lo a gusto que se está en la pileta climatizada de su gimnasio y de lo importante que es cambiarle las pilas a los audífonos. Ahora entiendo el porqué de su volumen. “El otro día fui a ver una película con los audífonos rotos, no entendí un pomo”, comenta ahora doña facturas. “Ojalá me los pudiera incrustar en la cabeza, así no se me caen más”. Su compañera se horroriza: “no, yo no podría. Mirá que se debe oír TODO”. Tiene razón. Bajan las luces.