Con las manos frías no puedo — no debo — tocarte el cuello mientras nos besamos. Ya mi nariz te congela la mejilla y reprimís un gritito ínfimo, breve, finito, propio de la sorpresa y de no entender cómo en eso que presupone la colisión de dos cuerpos que generalmente hierven sea posible sentir algo tan punzante y tan fuera de lugar como mis dedos helados en contacto con tu piel. Por ahí si te acariciase la cara te acostumbrarías a mi tacto, aunque no lo siento como mío porque el frío me adormece los sentidos y besar me desorienta; y quizás por un momento este cuerpo no sea mío ni de nadie y se maneje en autopilot y se mueva torpemente tratando de seguirte, olvidándose del frío y de lo mucho que disgusta en situaciones como esta.