Uno más uno

 

María se detuvo. A su lado, Juan sintió que el mundo dejaba de girar.

La enorme puerta abierta, que Juan comparó con las fauces de un monstruo milenario, los invitaba a entrar.

Por algo habían llegado hasta allí.

—Quiero irme primero —dijo ella.

—Pero mirá que sos mala onda. ¡Yo también quisiera poder elegir! —rezongó él.

Los dos caminaban con dificultad. Un paso. Otro. Levantar cada pierna se había convertido en una tarea difícil. Como si una cuerda invisible los tironeara hacia abajo, siempre.

—Fijáte donde ponés los pies, María —advirtió él.  Y con su mano torpe, cubierta de piel cansada, sostuvo el antebrazo de ella.

Había una hilera de sillas. Por suerte, vacías.

—Sentate con la espalda más derecha, viejito, que después te duele el hombro —tembló la voz de ella.

—Viejito tu abuela —se rio él. Luego acomodó su postura estirándose apenas un poco. Lo que pudo.

Ella metió la mano en su bolsillo y sacó un pañuelo que usaba para secarse esa lágrima que regaba —todo el tiempo— a su ojo derecho.

—Pero che… este ojo me tiene cansada.

Él se estiró y le acarició el hombro. María lo miró:

—Juancho…

A él le gustaba que ella lo llamara así.

—¿Qué? —respondió, mirándola.

—Pucha, me olvidé…

—Entre los dos no hacemos uno —dijo él y la risa apareció de nuevo—. Vamos  a tener que anotar lo que pensamos.

Él sacó del bolsillo de su camisa un paquete con caramelos de naranja.

—¿Te parece que vas a estar bien? —dijo ella mientras agarraba uno de los caramelos que él le ofreció.

—¡Pero claro que sí, mujer!

Ella hizo una bolita con el envoltorio celofán, como siempre hacía. Ya encontraría un cesto donde tirarla.

El caramelo adentro su boca, de aquí para allá. Tragó saliva. Su paladar se endulzó con sabor artificial. Después buscó en la bolsa –tejida al crochet, calada— la botella de plástico que había llenado con agua. De paso revisó si había traído todo: el carnet de la obra social, el cepillo de dientes y el dentífrico, el camisón. Las llaves las había guardado Juan. Le alcanzó la botella:

—Tomá un trago, viejito, que en la radio dijeron que tomemos todo el día, aunque no tengamos sed.

Él le hizo caso. Tantos años de vida en común no dejaban lugar para otra cosa. Pero no se trataba de resignación ni obediencia debida. Era amor. La certeza de que ella sería más feliz si él tragaba el agua. ¿Qué le costaba? Con el reverso de la mano se limpió la boca. Le sonrió.

—¿Nos volveremos a ver? —preguntó María, tímida.

—A cada ratito, como cuando éramos novios. Porque no voy a dejar de pensar en vos. Y ahí estaremos juntos, siempre. Mientras respire uno de nosotros, estaremos juntos.

Él le apretó la mano. A ella le dio por sonreír. Y recordar. La memoria suele jugar con las capas de las vivencias: cuanto más añejas, más presentes. Dicen que las capas del amor son las que permanecen inalterables al tiempo.

—¿Como cuando éramos novios? ¿Te acordás que no podíamos separarnos ni un poquito que ya tratábamos de encontrarnos de nuevo?

—Igual que ahora —dijo él.

—Juancho…

—¿Qué?

—Yo no podría vivir sin vos.

Él se animó a mirarse en los ojos de ella.

—Eso se lo dirás a todos —la abrazó—, ¿te dije alguna vez que tenés los ojos más hermosos del mundo?

—Andá —sonrió María, tímida—. Mirá que sos comprador, ¿eh? Pará pará, quedáte quieto que lo que vos tenés es una mosca en el codo. ¡No te muevas!

María lentificó sus movimientos y empuñó la bolsa que llevaba. Con lentitud —más que la habitual— comenzó a direccionar su brazo hacia el objetivo.  Juan permaneció rígido; había suspendido hasta su respiración y parecía una estatua de veras.

Ella le dio un bolsazo a la mosca, que esquivó el golpe y salió zumbando.

—¡Mosca de mierda! —dijeron a dúo, como si lo hubieran ensayado.

Los dos rieron a carcajadas.

Una señora que pasaba los miró y se rió también.

—Bueno, vamos, viejo. Es hora, ya.

Los pasos se arrastraban sobre las baldosas. Los brazos amarrados en un sostén mutuo, imprescindible.

—Cuidado el escalón, viejito.

Una muchacha sonriente tomó algunos datos, los de siempre.

—¿Puede subirse a la camilla, abuela? —preguntó la chica a la vez que leía algo en el celular.

—Lo vamos a intentar  —dijo Juan.

Mientras María apoyaba la cola sobre el tapizado él acomodó sus manos bajo las axilas de ella y la sostuvo.

—¡Vamos arriba! —dijo. Luego el envión y listo. Sostuvieron el abrazo y se miraron como si fuese la primera vez.

Un joven con guardapolvo los saludó y comenzó el traslado. Juan seguía el itinerario por la ventanilla.

—Mary, sentate derecha, así después no te duele la espalda. Sí, me voy a acordar de tomar agua a cada rato. Quedate tranquila. Voy a cuidar las plantas. Ya llegan los chicos, vas a ver. No te levantes rápido que te vas a marear… Mary… no importa si lagrimea el ojo…

Ella sonreía a través de la ventanilla. Las manos de ambos aletearon en un saludo mutuo.

—Chau, amor. Hasta pronto —temblequeó la voz de él, muerto de miedo.