Tamara lo abrazó, después de tanto grito, de tanto día sin dormir, trajo una manta y lo abrazó. Todo era hollín, sobresalían palos verticales del barro. Es increíble lo que hace cambiar el paisaje, la vida, las emociones algo a primera vista tan banal. El sol se ponía, rojísimo. Andrés era ajeno al milagro, la cabeza llena de dudas, de preguntas, de culpa, de dolor. Las sirenas todavía no paraban.
Antes había, ahora no hay. Antes había deseo, amor, comprensión, compañerismo, pero él sabe que la intensidad desgasta, que los celos y la inseguridad nunca dejan durar nada. Antes había casas, pasto, monte, perros corriendo, mariposas espejito en los mburucuyás, basura en algunos rincones, flores amarillas. Antes todo era brillo, ilusión, ganas de abrazarla, de conocerla, de admirarla. Antes todo era normal, vecinos hablando fuerte en el porche, otros plantando por cuarta o quinta vez una hortensia, niños jugando carreras, ellos cenando. Antes el humo era sinónimo de fiesta y no de esta asfixia que sólo se asemeja a tenerla cerca.
Era sábado y Andrés no sabía cuándo iba a venir la policía, si venían. Nunca pensó encontrarse en una situación así, pero desde el jueves, los pocos ratos en que su cabeza deja de ver ese monstruo anaranjado crepitando, de desear un chaparrón que agote todo, de hacer fuerza para despertar de este mar de calor y cenizas, ese monstruo que devora todo crepitando, piensa en lo poco que puede imaginar de una detención: una celda diminuta, beige oscuro, color mugre, olor a infierno. No fue intencional, señor juez. Nadie salió lastimado, sólo esos dos gatos, pero estaban paralíticos, medio muertos ya. No fue intencional. 
Vino la televisión, a pesar de que la ciudad más cercana queda a cientos de kilómetros. Sólo pueblitos de pescadores, o los de tierra adentro, empastados de rutina, llenos de polvo. Filmaron medio árbol vivo, esqueletos de lavarropas en el basural, chapas retorcidas, el humo negro marcando ventanas de casas blancas, cenizas, la vegetación demasiado verde al momento esperando un segundo fuego, marchita, a los vecinos, bomberos cansados. Andrés no verá nada de eso, el televisor se derritió, ahora es una masa de recuerdos como las fotos de Tamara en la playa, luminosa, bronceada en aquella bikini verde. Ahora todo es confusión, ya no se acuerda de qué hablaron aquella noche en el boliche, sólo que le dijo que estaba sola. También recuerda el tatuaje pequeño en la muñeca: un gato negro. Días después, meses después se dio cuenta por sus ganas, la sonrisa constante, de que estaba enamorado. Ya no quedaba nada, solo inercia y sufrimiento. Y ahora era un delincuente. Pobre Tamara. 
Cuando le dijo que se tenía que ir fue un cuchillazo. Pensaba que aún tenía solución, que era una crisis más como tantas que habían pasado. Como los duelos que habían ido haciendo. Le dijo que sí, pero que iba a quemar algunas cosas para no cargar de más. Por dentro estaba hecho pedazos. Tiró libros, ropa vieja que casi era trapos, boletas de gastos de casas donde habían vivido, siempre juntando tanta mugre. Los momentos hermosos no dejaban de volver, las noches largas, verla durmiendo en una hamaca, sus besos por la calle, sus brazos firmes remando en la laguna. Ninguna pelea, ningún alejamiento, ningún desacuerdo. Tanto se iba a quedar en proyecto, en cosas que nunca iban a pasar. Hizo una fogata enorme, eran demasiados años. Hasta que en un momento dio con la caja. Ella la había forrado con pedazos de revista, con boletos de teleférico, papel metalizado de alfajoreshavanna…adentro estaban las cartas, las notitas, los papeles que daban cuenta de que, efectivamente, habían vivido un amor de verdad. De película, capaz. Siempre le escribía, sin motivo. Desde notas domésticas adornadas de dibujitos a odas larguísimas, volantes comentados o menúes para el fin de semana. Siempre estuvo en sus palabras. 
La caja fue la última explosión. Quería conservar esos recortes, quería la normalidad, la suavidad del capullo de aquellos primeros tiempos. Quería encerrarse en su piel y cancelar el mundo. Cuando empezó a arder y vio los bordes de las notas, los ositos, su letra redonda en rosado desapareciendo, no pudo aguantar un grito. Pateó la fogata para apagarla como si con eso solucionara algo, como si el tiempo fuera a volver al momento en que no había destruido aquello para siempre, que no la había cansado. Pateó con ganas, con furia. Dos días, diez casas, dos gatos muertos y no se sabe cuántas hectáreas después, Tamara, toda tiznada, cansada, harta, le puso una manta y un brazo sobre los hombros.