Ajado de tanto sentir, mi corazón me suplica un poco de calma. Aunque me veas serena y sensata, yo no sé de la tranquilidad; yo solo sé de anhelos desgarradores, de deseos obstinados y de copiosas religiones. No conozco otra cosa que los extremos. Todo el tiempo ansío, busco, peleo. Nada es suficiente.

Augusto me pregunta qué es lo que quiero, y yo no puedo decirle la verdad. No puedo decirle que deseo que mis huesos evidencien mi tristeza, que se note mi dolor. No puedo decirle que estoy condenada al temperamento de dos dígitos banales, a la austeridad y al desprecio. No puedo decirle que estoy de nuevo en este círculo temerario que insiste en señalar mis defectos. No puedo decirle que cada vez que miro al espejo pienso en todo lo que no soy. No puedo decirle que me aterra que llegue el día donde su alma se harte de la mía y decida marcharse para nunca volver. No puedo decirle que a veces me gustaría que me hubiese odiado desde un principio, como para que no exista el riesgo de un futuro apartados, incomunicados e indiferentes a la ausencia del otro. No puedo decirle que hay noches donde maldigo haberlo conocido. No puedo decirle que en realidad lo amo.

Augusto me pregunta si escribo sobre él, y yo no puedo decirle que sí. No puedo decirle que mis versos llevan su nombre incluso cuando no lo menciono. No puedo decirle que por más que lo deteste, el lenguaje me condena porque no traduce sino que parafrasea; las palabras logran únicamente circunscribir un tercio de lo que pasa por mi cabeza. No puedo decirle que yo le escribo pero que hablo sobre mucha gente, que en realidad no es que sea él (bien podría ser cualquier otro). No puedo decirle que mi corazón es un jardín y que todos parecen plantar semillas. No puedo decirle que eso me avergüenza un poco. No puedo decirle que hay noches donde me enoja llorar por nimiedades y que temo no comprender el valor real de las cosas.

Augusto me pregunta si cuando vine -hace tan solo un par de meses- me imaginaba que todo lo que pasó ocurriría, y yo no puedo decirle que directamente no me imaginaba viva. No puedo decirle que ahora que viví en serio y me volví a romper, me doy cuenta que nunca sané y que la necesidad incandescente de destruirme regresa a mí como la única solución pausible. No puedo decirle que a la Muerte le encanta engatusarme con imágenes truncas, con fantasías embusteras, y con recuerdos despintados -casi borrosos- de lo que alguna vez fui. No puedo decirle que a mí me encanta abandonarme porque es lo único que sé hacer casi sin esforzarme. No puedo decirle que estoy esperando que alguien me salve. No puedo decirle que sé que no será así.