Un viejo sabio me dijo una vez que el ímpetu desmesurado equivale a grandeza, ¿pero quién está dispuesto a dar la vida para ser extraordinario? La voracidad siempre consumirá al lunático y roerá cada hueso hasta astillarlo. Solo los valientes consiguen lo que quieren, pero es menester que algo de ellos se pierda para siempre en el proceso. Ese es el precio. Esa es la condena. Pírricas son las victorias que (de)forman a los hombres.

Yo no soy sino obsesiva de mis desgracias insondables. Soy cautiva de mis ambiciones, de mis anhelos y de los miedos más ensordecedores. Cada noche me adormezco con el ronroneo de mis palpitaciones, con este corazón enérgico que demanda más y más y más, y no se calla nunca. El cuerpo me delata. Se me eriza la piel cuando en la memoria retumban los acordes de una canción olvidada. Se me eriza la piel ante la visión que moldea mi codicia. Se me eriza la piel cuando Augusto levanta la mano y en la dulzura de su habla esboza con el lenguaje la pregunta justa, como si no fuera capaz de cometer equivocación alguna. Comienza su nombre con la onomatopeya que, por excelencia, le corresponde al dolor, pero él es la viva imagen de la ternura. Su intervención siempre es perfecta. Perfecta quiero ser yo.

Aborrezco la indiferencia, mas me mantengo callada. Hipócrita, quizás, pues quiero todo lo que alguna vez detesté y juré no ser nunca. Quiero que la ausencia se evidencie como los contornos del mundo a las primeras luces del alba. Quiero que esta locura me conduzca por el único desierto que importa. Quiero las garras filosas. Quiero sumergirme en mi delirio hasta no reconocerme. Quiero todo, aunque eso signifique ser nada.

Tensa. Las extremedidades en estado constante de alerta e inquietud. No puedo relajarme, amor. No hacemos eso en el sur. En el pueblo donde crecí se preveen vendavales y se clausuran ventanas. Se baila bajo la lluvia y arden gargantas, pero el dolor se ignora; y yo quiero vivirlo. Quiero encarnarlo. Que me desviva la vesania. Que me desviva la necesidad insaciable de perfección. Que me desvivan las reglas. Que me desviva la intención de ser todo lo que mi cuerpo exige. Que me desviva el amor. Que me desviva el furor. Que me desviva esta intención de gloria.

Busco consumirme como las brasas. Extinguirme como lo hace el fuego una vez ha arrasado con cientos de hectáreas. Doblegarme ante el peso de mi afán y pujar hasta alcanzar el cielo. Sentir el esfuerzo que te destruye por completo y amarlo como si se tratara del más dulce fruto que mi boca alguna vez haya probado. Que me cueste lo que sea… pero que suceda.

Acomodo el dorado en mi muñeca. Porto un reloj que no funciona; artefacto sencillo que incumple el único propósito de su existencia. Pienso que, a pesar de ello, su inutilidad no lo sentencia. No puedo decir lo mismo de mí. No puedo permitírmelo.