Yo no soy especial. Me desplazo por el mundo como un reptil, y lo detesto. Agazapada en mi instransigencia, en la férrea convicción de mi insuficiencia, en el perpetuo disgusto de mis facciones austeras. Tantas cosas por decir, que en la punta de la lengua se amontonan las palabras y soy incapaz de pronunciarlas. Ya no pienso, no. Yo solo siento, y lo que siento es mi alma astillada hiriéndome por dentro.

Yo no soy especial. Un poquito dramática, sí, pero solo eso. Es que hay días en los que quiero ser únicamente pedazos para que alguien venga a armarme; que en manos ajenas mi dolencia se desvanezca, que en un abrazo mi desdicha se evapore. Mi soledad se interpone. Por eso sufro, sí. En el fondo no soy más que una niña impresionable. Yo no sé nada, nada importante.

Yo no soy especial. No soy de magnas sapiencias ni de prácticas habilidades. No soy de anécdotas increíbles ni de vivencias peculiares. No soy de apariencia sublime sino de irrisoria imagen. Confieso que alguna vez me creí así: particular, digo. Mas mi padre siempre dijo que «en el país de los ciegos, el tuerto es rey». Ahora entiendo, ahora que soy solo pétalos marchitos.

Yo no soy especial. Soy igual que todos los dementes que esperan que el amor sea la cura. Ojalá nunca sepas que en el instante que cruzaste la puerta del salón, yo sentí la punta de la flecha abriéndose paso en mitad de mi osamenta. No erigiste una herida, no; construiste un camino. ¡Pírica sensación! ¡Qué fascinación despertaste! Tu piel pálida irradiaba luz, como la cara más bonita de la luna (aquella que es más tersa, más impoluta). En el silencio enunciaste mi nombre aun sin conocerlo. Algo nos une, y nunca me atravería a decírtelo. No tengo respuestas lógicas sino certezas inexplicables: lo sé porque lo siento. Lo siento en este corazón de fuego. Lo siento en estos huesos donde mi angustia descansa. Lo siento en estos ojos que han llorado océanos. Lo siento en esta boca que, en lugar de buscar príncipes, recita poemas. Lo siento en estas manos ásperas que siempre están hambrientas. Lo siento en este pecho que más que pecho es una jaula sin puerta. Lo siento en este estómago vacío que rechaza todo lo que pongo dentro. Lo siento en esta cabeza que cada tanto se aventura en el óxido de la memoria. Lo siento en todo lo que soy, aunque sea poco.

Yo no soy especial. Camino entre jardines de alquitrán, anunciando mi mesura. Cierta reticencia me prohibe acortar distancias. Siento vergüenza de mis límites, y cada tanto enciendo un cigarrillo como para nunca olvidarme de mis orígenes: vengo de una tierra despiadada que se extendía ante mí como un manto frío, donde en el firmamento los astros danzaban. Brillaba el lucero sobre la playa y yo lo envidiaba tanto… su resplandor cálido, su fulgor eterno, su belleza inalcanzable; que ardiese por las razones correctas.

Yo no soy especial. Escoce mi pasado, ese que está tan lejano en el tiempo y en el espacio. Duele mi presente vil, ese que padezco porque soy de las que cree en que quien busca el dolor siempre lo encuentra. Arde mi futuro incierto, ese al que con debilidad me aferro. Desamparada, así me siento. Alguna vez arañé la superficie de la perfección, pero no me alcanzó mi voluntad escueta para sostenerla. La extraño. La extraño tanto… extraño estar enferma. Te juro que usualmente no pienso en eso, no con tanto fervor. No obstante, hay noches donde las cosas brillan como lo hacían en aquel septiembre y recuerdo el consuelo que alguna vez me obsequió la destrucción. Me dejo seducir por la muerte, como para sentir que algo me desea como soy.

Yo no soy especial, pero quiero serlo. En cada estrella fugaz pido el mismo deseo.