—¡Fede! ¿Me estás escuchando?
—¿Qué…?

Federico estaba disociando, otra vez. Mientras terminaba de limpiar los estantes del kiosco, sus pensamientos iban y venían, así como lo hacían las palabras de su compañero de trabajo.
—Que vos te la pasas yirando de corazón en corazón, hermano. Y no te paraste nunca en el tuyo. —Martín tenía una capacidad espectacular para decir cosas increíblemente profundas a la vez que inesperadas.

—Dejate de joder —Federico chasqueó la lengua y negaba con la cabeza —Decime qué falta de chupetines así busco arriba.
—¿Tengo razón o no tengo razón? —Contó murmurando, pasando los dedos por el exhibidor de chupetines —Diez de los ácidos y quince de los comunes. Sabés que tengo razón, boludo, si cada dos semanas me contás de una persona nueva que vino a moverte el mundo y al final solo venía a moverte la pi —Se interrumpió con la entrada de un cliente.

Federico y Martín compartían horarios en el kiosco Adonis, a solo dos cuadras de la universidad de la ciudad y frente al parque Adonis. Se conocieron y solo se encontraban en el trabajo, pero su trato era el de hermanos. 

Federico terminó de atender al señor que buscaba pastillas frutales y lo despidió con la amabilidad automática de quien trabaja en atención al público.
—¿Sabés cuál es tu problema? —Martín había estado rumiando la conversación mientras Fede atendía.
—Te estás pasando un poco con la cagada a pedos, me parece…
—¡Es que estoy harto, viejo! Finde por medio conociste al amor de tu vida, y finde por medio tenés el corazón roto. Y encima me tengo que hacer el sorprendido. “Ay, es que me enteré de que le gusta el helado de pistacho” —Martín hacía una voz nasal y movía las manos de forma amanerada. — “Al final era imposible lo nuestro, no teníamos nada en común, yo la quería por su corazón y ella me quería por mi tremendo pedazo de pi —Se interrumpió por la llegada de un cliente. —Atendé, busco yo lo que falta.

Un señor mayor de camisa blanca y blue jeans pidió cinco paquetes de Marlboro Box sin despegar el teléfono de la oreja, Fede lo atendió sin prisa ni pereza, la transacción terminó y el señor se fue sin despedirse.
—Siempre son los pelados los que se van sin saludar, ¿Te diste cuenta? — Fede le hablaba a Martín, que volvía con una bolsa de chupetines en la mano y uno en la boca.

—Para mí aplica solo si son cincuentones, es como la edad justa donde son mala leche total. Si rondan los cuarenta se siguen haciendo los pendejos y medio que zafan, si pasan los sesenta ya aceptan que se pueden morir en cualquier momento y se dan cuenta de que es al pedo andar enojado, pero a los cincuenta no pueden ni despegarse de la juventud ni entregarse a la vejez. Es una paja, amigo. 

A la mitad de la explicación Fede ya lo había empezado a mirar con el ceño fruncido.
—Debería abrirme un podcast, ¿no? —Preguntó Martín, claramente inspirado por sí mismo.
—¿Sabés qué me parece?
—Decime.
—Que hay que reponer puchos. Ponete a laburar, Podcast.

Martín rio.
Fede rio.
El señor pelado de cincuenta y tres años que estaba esperando a que lo atiendan y estuvo escuchando la conversación…no.