ASESINATO EN EL SENADO DE LA NACIÓN

Es día de buenos augurios. La mañana encenderá de festines los campos latinos.  La luna llena brillará tras las columnas del Foro Romano.

Amanece. Reluce su cabellera renegrida sobre la almohada blanquísima. Piensa. Ella, Calpurnia, puede perdonarle todo. Sus mujeres, sus desprecios, sus ausencias prolongadas  hasta la exasperación. Pero no puede perdonarle la soberbia. La de sentirse invulnerable, la de creerse inmortal. La de pensar que él no tiene enemigos, a pesar de Sila, a pesar de Craso y de Pompeyo. Porque ella le ha advertido, le ha contado el sueño en que lo ve ensangrentado y doliente. Y también Marco Antonio, y también el vidente ciego, que le recomendó cuidarse durante los Idus. Pero él no le teme a nada ni a nadie. Y es todopoderoso. Y es el dueño de Roma. Y no sospecha. Y descree de esos avisos absurdos que le vaticinan el final.

El Senado lo espera. Cerca del Templo de Venus, en el Teatro de Pompeyo, un grupo de cándidas túnicas rumorea. Los mármoles multiplican su candor maligno y son muchos los gestos y muchas las voces. Ininteligibles voces que resuenan en el espacio inmenso de la Curia Pompei. Se acerca a las columnas, se acercan los demás. Señala los jardines (sus jardines, porque toda Roma es de él) y sonríe frente a la fuerza de la naturaleza que él supo enfrentar en toda la Galia, como enfrentó el poder cruzando el Rubicón. Su mirada descansa en los verdes floridos del entorno. Camina con placidez y se detiene en el peristilo, junto a las columnas robustas y omnipotentes. Allí divisa al ciego que le ha profetizado el fin; con un gesto burlón le recuerda “Los idus han llegado y aquí estoy…” Y el viejo murmura: “Pero aún no han terminado…” Pero Julio César no le cree.

Sin embargo, el poder es efímero y el amor también. Tal vez, en lo más íntimo de su ser él lo sabe. Desafiar es su destino. Nunca aceptará su debilidad. Ni siquiera cuando la daga  invade, incisiva, su cuerpo, ni siquiera cuando los ojos de Marco Junio Bruto se suman al odio y lo destrozan. Ni siquiera cuando el reflejo de su sangre, que corre sobre la escalinata, le susurra silenciosa la traición. Tú también Brutus. Y los ojos del dictador se cierran y toda Roma llora porque el Pontífice Máximo ha sido asesinado. En la Domus Pública llora Calpurnia la certeza de su premonición, llora por el hijo que no tuvo, llora por su esposo tan amado y tan aborrecido. En tanto, Servilia, amante bien cuidada, sonríe. Su hijo ha vindicado su despecho, ha restañado sus heridas. En el 44 a.c., en los Idus de Marzo.

Imagen relacionada