Uno las escribe en servilletas, en boletas de compras, en un triangulito chiquito de papel arrancado al envoltorio de los ravioles. Siempre con la idea de pasarlas al cuaderno. Pero las recetas quedan así para siempre, como testimonio arquitectónico-culinario de la vida. Y se van acumulando en el cajón, que no es el cajón de la felicidad (donde P. y P. esconden las golosinas), pero se parece bastante, porque guarda la felicidad de ciertos secretos compartidos, la complicidad de las amigas y de las hermanas, «yo lo hago así», el tiempo en que cocinábamos y llamábamos a mamá «cómo se hacía el…», y ahí anotábamos, con un crío en los brazos y en la mano libre una lapicera titubeante intentando escribir sobre cualquier papelucho a mano.
Bahía Blanca en imágenes me lleva al pasado, de largas caminatas hasta la plaza, o a la Biblioteca o al cine Don Bosco, por el empedrado, por la avenida Alem con sus blancos bancos… El libro de recetas, junto con todos los papelitos sueltos, al pasado de mis afectos, que en cada elaboración se vuelve presente perfecto. La receta de Sarita B. del budín genovés, anotada en una factura de Burbujitas, el año en que nació Ignacio. El matambre a la leche de mi amiga Mirta V.(junto con su receta de la torta de la tía Norma). El sucio y rotoso papel de Los Camioneros donde encuentro la torta Sacher de mamá. Y su letra en infinidad de hojitas que me hablan de ella, de su mano maravillosa, de nuestros té-cena y de las persianas de hojaldre de los domingos. Y la letra de seis años de Seba, chiquitita, con las indicaciones para las galletitas de miel que con los cuatro hacíamos los días de lluvia o los sábados, para entretenernos. Y un dibujo de Andrés, que siempre me pasa recetas, pero esa vez, hace mucho, me dejó su viñeta sobre el tema. Retazos de otros tiempos. Una de Fer donde Seba escribió «gracias fer!», y las de Tea, mi vecina, de scones y pasta frola, que pacientemente me daba sus secretos mientras tomábamos mate todos los mediodías. También aparecen los alfajores de Vivi y el lemon pie de Ceci, escondidas por ahí, esperando una mano hacendosa. Todo en un caótico revoltijo de letras, papeles y colores. De afectos, ausencias y momentos felices. Como la vida, un revuelo de sucesos que al pasar nos van dejando su marca.
El cajón de las recetas va acumulando nuestros diversos mundos, resume en sus toscos recortes un recorrido emocional. Yo creo que es por eso que las recetas quedan en su versión original, desprolijas, con manchas de tuco o chorreadas de chocolate; por eso, la dejadez de abandonarlas tal cual fueron concebidas: porque esos papeles garabateados con harina son auténticos facsímiles de la vida.
(Dedicado a Susana S. que hoy me preguntó por el budín genovés y me hizo pensar en estas cosas. Es cierto, Susana, no es dejadez, es comunión. Yo también creo que es así)