Lo habíamos envuelto en una frazada y todos sabíamos lo que le esperaba, sin embargo nadie contradijo el enunciado de nuestro señor, y por decir señor no me refiero al creador del mundo, sino al creador de la fábrica, al principio éramos alrededor de treinta, moviendo las manitos para la construcción de una gran empresa, queríamos irnos cuando el reloj daba las seis, desesperados por llegar a casa, tocar algo que no sea inanimado y contemplar la unión familiar que se origina, peculiarmente, cuando cada quien se deshabilita de sus responsabilidades sociales, deja a un lado los teléfonos, se divorcia de los impuestos y comienza a situarse un diálogo introspectivo, mencionando los logros diarios. Estos logros diarios no consisten en ayudar a ancianas a cruzar la calle, regalar comida, o vivir del aire. Estos mal llamados logros, tratan de una rutina impuesta por el creador de aquella frágil empresa a la que apodamos: «donen a sus hijos sin ningún tipo de culpa o problema», cada quien acerca a su bebé, que bien pudiera ser el resto de comida o la página que nadie leyó del diario. En esa época del año, ninguna madre quiere parir y encima hacerse cargo, no por decisión propia, lastimosamente, si fuera así las aplaudo, sino por una tradición y objetivo pactado.

 Las mujeres de este sitio, sometidas al máximo, se ven obligadas a dar a luz y dejarlos, hago enfoque en el verbo parir, y todo lo que la acción conlleva, los gritos desgarradores, los nueve meses conviviendo con un integrante más, no en la casa, sino en el cuerpo, las novecientas visitas al baño, y tristemente, ese momento definitivo donde no sabés si lo que está saliendo es una criaturita o un cocodrilo.

No eximen al sexo femenino del parto, las inducen a una tarea muy sencilla, desprenderse de lo acontecido. Sin embargo años de terapia derivan a que todas las mujeres de la localidad lo dejen bien claro:

—Mi único hijo fue a parar al árbol.

Avergonzadas de haberlos abandonado, asfixiadas, enloquecidas por una expectativa social de la que claramente no deberían hacerse cargo, continúan con lo mismo… seguir llorando, las acompaño para que penen debajo del muérdago, sientan una felicidad culposa al poder seguir estudiando, y luego, simplemente, los dedos índices se claven en sus frentes.

Te dejan el mensaje subliminal bien marcado:

Parí, y abandonálo.

Parí, y odiálo.

Parí, y no importa lo que hagas después, solo parí.

Hay determinadas formas, y ahora graban la intensidad del grito culmine, para ponerla de tono cada vez que les llegue un mensaje, todas traspiradas y agotadas, les ordenan posar perfectas, abrazar a la criatura y fingir que realmente deseaban dar a luz. Les dicen que abran las piernas, y entonces les colocan un cierre de acero.

—Acero quirúrgico —preguntó una vez mamá.

¡Mamá!, que me trajo un bebé, para que yo lo arropara, lo adormeciera, le colocara una mantita navideña y lo posicionara en la cima del árbol más religioso y pagano a la vez, donde solo importan las apariencias, donde solo importa parir bien, ser una mujer centrada y correcta.

—¿Y si quiero parir mal? —desafié una vez. La doctora me dijo que la situación era sencilla, pero que debía obedecerla.

—Abrí las piernas —pidió—. Ya las habrás abierto alguna vez —concluyó juzgándome.

Y entonces el cierre me llegó hasta el ombligo. Iba caminando incomoda, ¡tímida!, de que alguien mirara, ¡de que alguien lo sospechara!, pero según todos y todas, debía estar contenta porque mi reputación se hallaba intacta. No había abortado, no había abandonado, mi alma no había muerto silenciosamente, lo importante, lo único elogiable era destacar que había parido. Y yo, que nunca creí en los milagros, y yo, que siempre me reí de mi prima, mis hermanas, mi tía, mi mamá y todas las mujeres de este sitio, vengo a encontrarme con lo mismo: parí a un hijo por obra del espíritu santo.

—Dos por dos son cuatro —dicen aquellos idiotas que se hacen llamar machos—. Escuchame, ¿para qué están las hembras?, ¡crías!, resultado final: fomentar el ganado.

Sobrepoblación y sobrepoblación, culminan en la primera roncha que me apareció hoy. Es grande, no me gusta, parece un agujero negro, alineado en el lado izquierdo de mi cuerpo, y si se pudre, y si empeora, a nadie le importa, mientras haya colocado el adorno correcto.

Y aunque mi brazo, mi seno izquierdo, mi pulmón izquierdo, mi ojo izquierdo, y mi mano izquierda parezcan pertenecer a una dualidad incipiente, contradictoria y extenuante sigo pensando en lo prohibido: esto lo hubiera evitado si no hubiese parido. Pero acá estoy, deshaciéndome poco a poco, un virus que no llega a concientizarse del todo, para el cual nadie usa barbijo, y esas son las secuelas que provoca el espíritu santo ingresando en uno.

Mayormente creía que este espíritu no poseía a las personas, por contrario a mis teorías, ahora veo que somete, vuelve marioneta a cada católico que quiera ingresar a la iglesia.

—¿Madre soltera? Done el doble en diezmo y diezmo y nadie se altera.

Así voy asegurando como yo fui bendecida por el espíritu santo y no sé cuántas otras mentiras, que aprueban, honorablemente, el abandono de la criatura.

—Lo asqueroso e inapropiado no es abortar, o abandonarlo, es haber tenido esa relación sexual —comenta mi tía, mientras me cubre con el velo, me coloca un diseño de porcelana en los brazos y de pronto confunde mi nombre y me llama María.

—Me llamo Eugenia tía.

— ¿Te queda cómoda la ropita?

—No me entra —mi cuerpo había cambiado, ya no era la misma, mis caderas se habían ensanchado, tenía más estrías que abdomen y entre tanto un brillo en la mirada inexistente, sabrá Dios, el espíritu Santo, o el árbol navideño dónde. ¿Dónde está mi brillo? Posiblemente en el cierre recientemente dicho.

—Te tiene que entrar, vos nunca subiste peso, contené la respiración, no te voy a comprar un hábito más grande para que engordes el doble —exclamó.

Y entonces entré, con la cintura, los brazos y el cuello a punto de convertirse en puré, tenía la sensación de que iba a explotar, de que no estaba lista, de que no estaba preparada para ignorar lo que acababa de pasar. Sin embargo, esa misma tarde debería ir a trabajar. Mi tía ya le había comentado a todo el pueblo que estuve ausente por las situaciones empresariales, que el espíritu santo me bendijo, que tuve al feto un día, que soy casi como una conejita, que no me costó un carajo.

—Hizo uno dos tres y el angelito salió volando.

—¿Y la cosieron como es preciso?, ¿evitaron que los hombres huelan su pecado?

—Qué pecado ni que pecado, ella fue bendecida por el espíritu santo —anunciaba mi tía, a tal punto, a tal magnitud, que hasta yo terminaba creyéndole.

Y así entre bendición y bendición descubrí luego de unos meses que nunca había visto un bebé. Nunca presencié otra cosa que los rostros conocidos, castigados por el tiempo y los estereotipos, y aunque todas quedaron embarazadas por el espíritu santo, ninguna le vió los ojos a la criatura.

—¿Cómo saben si no es un bicho? —interferí una vez en el día de la mujer.

—Tontita, ¿cómo vas a decir eso?, las mujeres nacieron para amar a sus hijos, ya sean ángeles, cuervos o lagartijas.

Se escucha el llanto, se siente el dolor, se siente el desarraigo, pero luego aparece un silencio devastador. Nunca ví un bebé, ni tampoco imaginé su sonrisa, me supongo que deben estar confundidos, trastornados, averiguando cómo hacerle frente a toda la porquería que los está aguardando.

Quizás nacen adultos —pensé sin querer— cuando mi tía Ramona, mal llamada monja, había parido a seis.

Y sí, deben nacer sabiéndolo todo, arquitectos, abogados, o empleados, subordinados que ayudan con el enriquecimiento empresarial. En este sitio la fábrica: “donen a sus hijos sin ningún tipo de culpa o problemas” es la fábrica fundamental.

Aquel veinticuatro de diciembre todas estaban ilusionadas, hablando de la transformación, comprando huevos de Pascua, ¿qué carajo tenía que ver?, ¡no sé! Llevaron unas canastas a la fábrica y se quedaron ocho horas aguardando, como acostumbraban todos los años, nunca logré descifrar el motivo. Y eso que era la encargada de consolar a las muchachas: que ellas debían parirlos, que estaba bien, que debían aceptar el orden social requerido, pero por dentro… por dentro me contradecía, por dentro seguí enfocada en lo mismo: nunca había visto un bebé. Pedacito de cielo para algunas, pedacito de pesadilla convertida obligatoriamente en sueños bellos para otras.

 Me decían que mirase los adornos bien, que todavía podían tener el cordón umbilical, que los pequeñitos se habían vuelto porcelana, ¡adornos!, por la falta de cariño, por la obligación que se ejerció sobre sus progenitoras al parirlos, a esa altura supuse que el vino les había hecho mal, era imposible que con diez años de esclavitud nunca lo pude descifrar. Mi jefe me golpeaba, me decía que levantara bien la mirada, para darme su puño en el ojo:

—Aprovechá la situación y no pienses, hay que fomentar a que sigan pariendo como se debe, para aumentar el adorno, las decoraciones y las ganancias —recomendaba.

—Pero… ¿no tiene que pagar más sueldos? —interrogué.

—Sí, hasta que terminen suicidándose.

Las miré desde la ventana, con todas las manchas, con las perforaciones del lado izquierdo, con un estereotipo atorado en la garganta, esperanzadas de que la situación se revirtiera, esperanzadas de no ser culpadas, por las degradaciones sociales, por los juzgamientos. No impuestos por el Estado, sino por los mismos ciudadanos.

Habrán nacido adultos, no son estos adornos que estoy tocando, ni estas decoraciones, ¡ni estos precios!, nunca vi un bebé porque nacieron ya padeciendo la crisis de los cuarenta. Debe ser así, deduzco mientras les pego unas aureolas blancas en las cabecitas.

 Era la quinta vez que pasaba navidad con Juan, un compañero bastante desagradable, todo el día hablando de la esposa, preguntándose porque lo había abandonado, si él era un tipo bueno, que llegaba de laburar y comía la cena, que se acomodaba en la cama aunque ella no lo quisiera, y él insistía, le rasguñaba las piernas, creo que confundía la palabra esposo con la palabra perro, el desgraciado suponía que las tareas matrimoniales se trataban de eso…

—Este veinticinco de diciembre nos toca hacer árboles navideños —le dije.

El me pasó la estatua de porcelana, yo la coloqué en la punta, y sentí que promulgábamos, de alguna forma, la reproducción de adornos y el beneficio económico, para determinado sector social. El comercialismo nos comía, poco a poco, lentamente, aquella estrella navideña se caía sobre nuestras frentes, mordía orejas, bocas, ojos, y peras, ya no queríamos regresar a casa, porque en casa no había nada, porque casa ya no era nuestro hogar, sino un cumulo de orden programado que debíamos exhibir y mostrar.

Diversas mujeres aún están mirando, pegando sus bocas en la vidriera, vestidas de la virgen María, con un bebé que se convirtió en inanimado de tanta amargura, esperando que alguien las libere, y dejen de apostar a la maternidad como símbolo de vida constituida.