Cortar sin filo

Hace varios días la estuve culpando por su maltrato, supuse que se trataba de una constante necesidad de hacerme sentir mal.

—Basta me tenes cansada, salí de acá— no se mueve ni un centímetro del lugar.

La realidad es que se cree el centro del mundo, la única irresistible, ¡por Dios! Vomito cada vez que siento su olor, pero caramelizadas me gustan. Entonces me calmo y continúo.

Cortarlas me remueve a una emoción infalible, van dos veces que el cuadrado me sale chueco, y yo necesito que me quede perfecto. No es cualquier cosa, es una conexión geométrica con la apariencia, el sabor y una constante labor.

¿Alguien sabe cómo hacer cuadraditos perfectos? Esos que aparecen en los programas de cocina donde todo es colorido, donde todo tiene la cocción justa. Sé que le añadieron saturación, que es una imagen editada e imposible de conseguir. Sé que es la representación de la misma idealización, una fotografía imposible, alejada de la realidad, el prototipo que no funciona pero podría funcionar, ¡la perfección! Felicidad capturada para causar envidia y dejar tus pobres habilidades por el suelo de la cocina. ¡Son puras mentiras! De todas formas la idealicé demasiado… ¡deseo que me salga así!

En un ataque de llanto desistí de los cuadrados y empecé a hacer triángulos.

—¡Nena! No jodas, ¡cortá zapallos!

A menudo me ordena que desista, que hallarlas es solamente abrirle la puerta a una revolución de traumas, ¿pero saben? Él no me manda, puede que me ordene qué cocinar, puede que me obligue a cambiar de menú, pero donde sea ellas buscan la manera, la forma y ¡boom! aparecen. Eso, lamentablemente, no lo puede evitar…

Hay una historia tras esa maldita cebolla. Tengo miedo a que se vuelva un hábito, comprarlas todos los días, ¡a diario!

En ocasiones llegué a levantarme de madrugada, casi sonámbula para cortarlas.

—¡Cebollas!— grito alterada.

Debo estar volviéndome loca, me muestran un paisaje gris, apagado, triste, y lo peor es que quiero ingresar, impregnarme de nostalgia y melancolía sin dudar.

¡Se ven terribles! Como si se hubiesen muerto todos sus compañeros en la verdulería, como si las hubiera separado de sus amigas…

¿Será que es cierto? Las personas son egoístas, lloran dos minutos por la desgracia ajena y después vuelven como si nada a sus vidas, regresando a sus propios intereses, sus necesidades, ¡a sus tareas!

Se olvida la luminosidad estelar, se deshacen de la estimada y falsa generosidad. ¡Al demonio! Lloramos dos segundos por puro compromiso:

—Y sí, a veces me dan ganas de ayudar, pero bueno…

—Cuando pueda voy a involucrarme, ahora no.

—Son cosas de la sociedad —comentan sin entender que ellos también son parte de ésta.

Terminan la frase mirando para abajo, cambiando de tema, volviendo al más grandioso de los hábitos: “la indiferencia”.

Nos dedicamos, en este mundo, a darle la espalda a las cebollas.

Una vez cortadas, una vez derramadas las lágrimas no sirven, un proceso de duelo que nos hace sentir humanos sensibles, pero… ¿saben qué pasa? Nadie se queda por gusto en el sufrimiento, nadie está dispuesto a ensuciarse, a meterse de lleno.

Se quedan al margen, ¡cubiertos! Aterrados de conocer la miseria, me obligan a que voltee la cabeza.

— ¡Cortálas sin mirar!

Creen que es mejor ignorar la tragedia pero yo estoy dispuesta a padecerla, ¡en carne propia! Decidida a sentir el frío de las sombras.

Jamás podría ayudar si me resisto a investigar, a entender por qué están así; a la defensiva, protegiéndose, sirviendo de lastima. Entonces me siento, las saco de las bolsas y comienzo:

—Hoy no las voy a sumergir bajo el agua caliente, no quiero quemarlas, las entiendo y las respeto, y me animo a remover mis propias frustraciones para conocer sus traumas —les expreso, pero no se apiadan, me hacen morir de la angustia las muy desgraciadas.

¡No me alcanzan los pañuelos! ¡Van doscientas treinta lágrimas! (Las cuento). Caen en la mesada de mármol, pero si preguntan solo es la humedad de las paredes y la lluvia que está ingresando.

Diversas tormentas tocan mi puerta y yo les abro:

—Bienvenidas, gracias por avisar que están llegando.

Dejo que ingresen, que se pongan cómodas y mojen el tapete. ¡Qué tormentas tan irrespetuosas! ¿Qué se creen? Que una le gusta lustrar los pisos, acomodar los muebles, encerar las paredes (porque las encero), ordenar los utensilios, lavar la ropa, las cortinas, y todo el resto, ¡pasar la escoba hasta en el techo! Bueno sí, me acostumbré un poco y lo acepto. Mientras tanto las cebollas siguen penando…

—Continúen por favor, ¡se los pido!

Ellas confiesan la verdad sin pronunciar una sola palabra, tienen la capacidad de deprimirte, desnudándote de estereotipos, dejándote al descubierto, vos y tus miedos.

¡No puedo resistirme! Las cebollas me cuentan la historia más triste. No en clave morse, ni en señales de humano, se trata simplemente de una conexión espiritual, envían telepáticamente su sufrimiento y llega sin decir más. Tienen la capacidad de comunicar de esa manera lo que les pasa, ya que las amordazan, ya que las reprimen sin calma.

Las cebollas llevaron varios años calladas, ocultas, esclavizadas, inmersas y sumergidas continuamente en las verdulerías, enterradas en la soledad, depositadas en las heladeras, destinadas al frio más agreste e insignificante.  

No tienen abrigo, no tienen nada, ¡perdieron el juicio! Y todo es culpa de los cientos… cientos y cientos de kilos de eso… ¡de ajo! Se creen superiores, inmensos, las denigran y las desvalorizan, ¡las tienen por el piso!

Acaban de pedirles que renuncien a sus trabajos, y a sus diversas actividades. Mis cebollas dejaron de interesarse en el baile, ya no cantan, ya no ríen, perdieron las esperanzas. Ahora sólo se dejan cortar y se conforman con dar lastima.

Enamorarse de quién las secuestra es lo peor que les pudo pasar, han decidido con total convicción permanecer a su lado, al lado de sus respectivos ajos.

Hace un tiempo largo se encuentran bajo este dilema, sufren por estar con ellos, pero jamás se marchan. Han aprendido a cortar sus propias alas, incluso me piden a mí que las ayude, que no tenga consideración y que me apure.

Se mueven un poquito, se colocan en la tabla de madera y hasta me alcanzan el cuchillo, admito que yo continúo con lo que ellas empiezan, extiendo la labor al máximo, y termino respirando y sintiendo el mismo dolor. Un dolor extraño, arde tanto que se confunde con la pasión, una intensidad tan incontrolable que parece adrenalina, y una dedicación tan inmensa que toma la forma más equívoca… Si cerras los ojos, aguantas la respiración, te tapas los oídos y empeñas la cordura, los cortes y las heridas hasta parecen eso… amor.

Siento pena, aunque debo cortarlas de todas maneras, quiero cocinar una buena salsa, que lo alimente y lo ponga contento para cuando él llegue. Nunca me dice de dónde viene, me dedico interminablemente a cocinar rico.

Las cebollas dicen estar enamoradas, pero sólo sienten una emoción toxica y enfermiza hacia quien las secuestra.

Yo sé, mejor que nadie, que los ajos las maniataron, las amordazaron y les robaron su libertad, presas y atentas siempre del qué dirán. Pendientes de posar, se instalan en las ollas, sin contradecir. Trabajan toda la noche para tener las capas más suaves y bellas, envueltas en ternura e inocencia. Han trabajado en pulir sus propias debilidades, y llevarse al fracaso sin la valentía ni el coraje. ¡Se vuelven frágiles! Destinadas a ser dóciles al cuchillo, suministrar una dosis de sumisión y hacer caso omiso a tener el control. Domesticadas para girar en círculos, y a su vez, ser delgadas. Las cebollas anchas han sido discriminadas. Los ajos buscan, en cambio, un gran tamaño pero de manera vertical, en ocasiones llegaron a medirlas y gritarles:

—¡No! Están mal, van a arruinar cualquier comida que se dignen a preparar. Si van a quedar así de deformes mejor no se metan en la pizza y menos en la de cebolla… Deben entregarnos el mando a nosotros.

No sé qué pensaran los ajos, quizás creen que ser los reyes es su destino y que en la cocina tienen su reinado. Las pobres cebollas tienen que desquitar su infelicidad por algún lado y por eso te hacen llorar. Quiero abrirles los ojos pero se complica porque no logro descifrar dónde están. Supongo que no tienen pupilas, ni parpados, ni pestañas, así que me conformo con la telepatía.

Dentro de poco voy a tener que pagarles terapia, llevar a mis cebollas al psicólogo, y lograr con todas mis fuerzas que no se pongan a llorar, o no desestabilicen emocionalmente al doctor que las atienda. Porque para eso nacieron…

Poseen esa fantástica habilidad. Las caritas sonrientes se ponen tristes cuando las ven pasar, no hay humano que pueda resistirse o negarse. Claro, excepto por los famosos insensibles. Tienen un escudo y una frase que usan para todo:

—Yo no lloro.

Me alegra saber que esos ajos también van a terminar en el psicólogo (si la ley es justa en la cárcel) debido a reprimir sus emociones por años.

Las cebollas siguen apenándose, ya cansan de tanto melodrama, es una angustia mal gestionada…

Las miro, nos miramos.

Y quizás nos animamos… ¡pero no! Volvemos hacia donde estábamos, ellas en su tarea de deprimirme y provocarme el llanto, y yo de llorar sin descanso.

Las cebollas me describen la bondad que hay dentro de un ajo, pero no puedo evitar contener la risa, mezcla de tristeza con diversión. Hasta niegan que tienen mal olor.

Acaban de confesarme con sus movimientos alocados; rodando por toda la mesada, que los ajos huelen rico, que su aroma podría estar en cualquier envase de perfume. Confunden las mordeduras con los besos, llaman “cariño” a lo que es simple deseo.

Si llegaran a tener familia y el hijo que nace es ajo se lleva el merecido aplauso, si es cebolla va directo al tacho.

Comprendo absolutamente que están idealizándolos…

—¿Ustedes saben que el ajo es horrible?— les cuestiono.

Se enojan y nuevamente desisten de la telepatía. Tengo que volver arrepentida, confesarles que no quise ser tan desalmada y descortés, entonces se calman.

Trato de enseñarles; confesarles que los ajos no las quieren, solo las utilizan, consiguen a través de ellas un millón de beneficios. Uno de ellos es, sin dudas, el económico.

—Los ajos solo quieren eso… que estén ocultas, que nadie las encuentre en la verdulería, para ellos llevarse la mayor de las atenciones y la fortuna, para ser pertenecidas a un dueño opresor, sumisas, enterradas en el olvido, designadas a estar perdidas, por eso me costó hallarlas, estaban en el fondo de la heladera aplastadas— siento que me están entendiendo, les voy a decir la verdad, la realidad que saben pero que no la quieren aceptar. —Si fuera por los ajos ustedes se estarían pudriendo. No tienen compasión, entiéndanlo. ¡Se los pido! —me arrodillo—. ¡Por favor, lo suplico!

Fue cuando las cebollas dejaron de gozar en el papel de víctimas, fue cuando entendieron la importancia de las caricias. Comprendieron que los golpes, las cicatrices, ¡las heridas! No son lindas.

Esa misma tarde regresé con mi familia, dejé de darle lo que él me pedía. Recuerdo muy poco de aquella prisión que confundí equivocadamente con la libertad, quien te secuestra no te quiere, solo ama lastimar tu dignidad.

Mamá me limpio las heridas, una por una. Vinieron los policías a hacerme diversas preguntas y yo contesté la verdad…

—A veces te encariñas con emociones que te pueden matar.

Tal vez me mostraron unas fotos y lo identifiqué… quizás en la oscuridad de la noche aún recuerdo su rosto y su nombre.

Pero lo primero que hice fue eso, rogar que rescaten a las cebollas de la podredumbre de los ajos represores. ¡Malditos secuestradores! Será que se propagó, será que se transmitió; cada persona siente lo que yo padecí, y por eso lloran al cortar las cebollas.

Menos mal que las liberé, porque de lo contrario pondríamos ajo hasta en el puré.

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