Jamás, pero jamás jamás, vayan a ponerle zanagoria a una salsa de tomate. La salsa de tomate, en especial si es para pastas, no lleva nunca zanagoria.
Eso es lo que los argentinos tanos y los italianos que son como argentinos expatriados llamaríamos “una gallegada”. Esto es: ser bastante bruto como para no comprender ni ahí el alfa y omega de las cosas, ya sea que tales cosas sean culinarias o sean otra cosa.
Razones: la zanagoria va a ablandar el gusto (su dulzor anaranjado, suavizante y fofo conspira definitivamente contra la onda ácida y potente del gran tomate) y su color -administrado químicamente- va a aflojar el rojo o rojo amarronado, que a la salsa de tomate le corresponde por derecho.
Si andan juguetones, pueden ponerle a la salsa de tomate muchas otras cosas: obbvia y necesariamente cebolla, pero también morrón, puerro, ajo, perejil, albahaca, un poco de romero, tomillo fresco, hongos de pino, pedacitos de berenjena, peperonccino o alguna de las cientos de variedades de ají si lo quieren medio picante. Pero nunca nunca ni media zanagoria.
No digo que la zanahoria no tenga un destino culinario merecido: es muy buena para ciertas ensaladas crudas, en escabeches o guisos de otras cosas o como guarnición puesta en tiras largas y finas cocida con azúcar y vinagre al estilo indio. Es todavía mejor rallada entre las harinas para regalar la humedad que merecen algunos panes y tortas.
Incluso si la procesan cocida a medias y le agregan algo con gusto propio como cilantro o manzana o jabón puede zafar en una mesa como un aderezo cremoso para vegetarados.
´Pero nunca jamás le pongan eso a una salsa de tomate. Se los ruega, con todo respeto, esta posible comensal.