Se subió al colectivo con suma pesadumbre. No había llegado a tomar el anterior porque lo había visto salir a mitad de cuadra, porque estaba borracho y porque la embriagues le había impedido acelerar el paso. El calor de múltiples respiraciones humanas lo envolvió rápidamente. Pasó la tarjeta haciendo un esfuerzo inhumano por restablecer momentáneamente su coordinación mano-ojo y se arrastró al único asiento vació que quedaba, mientras una de las cejas del colectivero se alzaba en la penumbra de la cabina. Intentó mantenerse derecho para apaciguar el mareo y pispeó instintivamente a quienes lo rodeaban: la mayoría eran ancianos que murmuraban entre ellos, o iban peleando o perdiendo contra el sueño. Relajándose estiró las piernas, pero se dio cuenta de eso le hacía perder el equilibrio y volvió a flexionarlas. Advirtió con sumo decoro que se había meado una zapatilla. Arrastró el pie meado contra el piso sin darle demasiada importancia y sintió que el colectivo desaceleraba. Se abrió la puerta y pasaron dos mujeres gordísimas que lo miraron con asco mirarse el pie meado. Se había inclinado hacia la ventanilla para apoyar la frente en el cristal frío cuando escuchó a las mujeres pedir el asiento a una parejita.

Cuando el colectivo volvió a desacelerar tuvo la sensación de que se había quedado dormido, cosa que confirmó cuando vio a varias personas desconocidas tomadas de los pasamanos. Bostezó despegando la frente de la ventana y se entretuvo mirando de reojo las minifaldas de dos chicas paradas pocos asientos delante de él. El vapor de su cargado aliento tapó parte del sol que comenzaba lentamente a amanecer. Las piernas de las chicas se flexionaban en contra o a favor de los movimientos del colectivo y las minifaldas se subían, se subían, se subían y eran acomodadas por manos llenas de anillos.

Nadie bajó en la siguiente parada y las demás personas que subieron acabaron con su fugaz entretenimiento. Madres con hijos de la mano le hicieron recordar lo borracho que estaba. La hora de ir a la escuela le avivó los jugos gástricos y lo perdió en la parte baja del asiento frente a él, obligándolo a cerrar los ojos y a abrirlos inmediatamente ante la sensación de que el colectivo daba vueltas alrededor. Durante el tiempo en que se concentró para no vomitar este desaceleró y aceleró varias veces, pero nunca escuchó abrirse la puerta de atrás. Cuando finalmente ganó fuerzas para alzar la vista, aun movido el estómago por la última detención, vio saltar a un muchacho sobre un grupo de abuelas para hacerse espacio. Las madres resguardaban a sus niños entre las piernas y las chicas se habían sentado en el respaldo de dos asientos, entre un bosque de cabezas. Comenzó a sentir que tragaba muchísima saliva y buscó en todos sus bolsillos algo que lo calmara. Rápidamente perdió la esperanza y se reencontró con sus llaves, una dirección anotada en un trozo de revista, la tarjeta del colectivo y un cigarrillo a medio fumar. Volvió a apoyar la frente contra la ventana y esperó lo mejor.

Despertó al sentir que le faltaba el aire y se encontró parpadeando a centímetros de la ventanilla, sin posibilidad de moverse. Tenía a una de las mujeres gordas sentada sobre él y a un anciano colgado del cuello en un ángulo tan incómodo que su axila lo estaba estrangulando. Una nena se había colado entre el anciano y el techo y parecía dormir allí plácidamente. El aire se había viciado aún más a razón del apelmazamiento de gente, por lo que no pasó demasiado hasta que sintió caer la transpiración, tanto suya como de la axila que lo asfixiaba. El mareo había dado lugar a la descompostura, ayudado por lo que la presión que ejercía la mujer sobre su estómago. Se sacudió levemente intentando no despertar a la nena y pudo girarse lo suficiente como para mirar al frente, pero no pudo ver más allá de la serpenteante columna vertebral de alguien en su misma situación. La creciente necesidad de descomprimirse lo hizo esforzarse por cambiar de ángulo, lo que lo hizo notar que no pasaría mucho hasta que necesitara orinar. A esta caída en cuenta le siguió un nuevo descenso de velocidad y pronto se escucharon algunas cabezas tintinear contra el parabrisas. Se oyeron algunas palabras, perdidas entre la multitud y le siguió un silencio mortuorio. Pero el colectivo no avanzaba, como si se hubiese atorado en el cordón de aquella calle céntrica. El hombre sentado sobre el hombre sentado en el asiento de adelante cayó de espaldas sobre la mujer gorda y el peso extra se hizo sentir en sus intestinos. La niña se cayó del viejo y varios rostros y miembros nuevos aparecieron en los pocos lugares antes vacíos. No hubo señal de retomar la marcha hasta que se vio desfigurado contra la ventanilla, ya sin sentir brazos ni piernas. Un vendedor ambulante había ido a parar junto a él y le ofrecía medias cortas y largas a precios de liquidación; el piercing de alguien se le estaba clavando en el omóplato y el conductor yacía estrujado contra su pie meado.

El colectivo pararía otra vez y no cabría espacio ni para un suspiro. El taco de algún pie vestido en carísimos zapatos fue a introducírsele en la boca del estómago y finalmente lo quebró. El vómito corrió por la pierna vestida en cancanes negros y cayó sobre la mujer, el colectivero y varios más. El colectivo paró otra vez, y otra más, y una última. Cuando había pasado un tiempo desde que no podía determinarse donde terminaba una persona y comenzaba la otra el continuo espacio-temporal colapsó y el colectivo desapareció, dejando nada más que un soplido tibio en el pavimento recién amanecido.

[Publicado en «Revista Llévame!» N°16]