Una genealogía de los metales

Los átomos de hierro que componen la estatuilla de la Torre Eiffel en el modular tienen miles de millones de años. Los átomos de cobre de la moneda olvidada en las profundidades del sillón de invitados también. Tanto los átomos de hierro como los de cobre se forjaron en los núcleos de estrellas cientos de veces más masivas que el Sol, capaces de producir a partir de la fusión del hidrógeno y el helio elementos atómicos más pesados en un proceso llamado nucleosíntesis estelar. Y después explotaron, desparramando sus entrañas enriquecidas por el universo.

El hierro de la estatuilla fue extraído del depósito de hierro más grande del mundo, en la región de Lorraine, al noreste de Francia. Hierro con el que se construyó la Torre Eiffel. Hierro cuya disponibilidad cumplió un papel fundamental en la Edad de Hierro, siendo Lorraine el lugar en el que se acumuló por sedimentación desde el Jurásico temprano al tardío para quedar expuesto gracias al movimiento tectónico constante de la Tierra, moviemiento solo posible gracias a la solidificación de la corteza terrestre sobre su centro de hierro semi líquido. Hierro adquirido lentamente al formarse la Tierra hace 4.5 mil millones de años, tras la formación de un disco de acreción por la influencia gravitacional del Sol, estrella nacida a su vez del colapso gravitacional de una nebulosa interestelar creada por la violenta explosión de otras estrellas cuando estas se atragantaron de un hierro que ya no podían digerir.

El cobre, quizás de origen más humilde, viene del noroeste de Catamarca. Filamento de un yacimiento de cobre perteneciente a Chile, viable gracias una doble erosión: erosión geológica y erosión por inversión de industrias extranjeras.

El material de la moneda en cuestión es una aleación, una mezcla entre cobre y níquel llamada cuproníquel, lo que le da su característico color plateado. Del proceso de aleación surgen hierro y manganeso como impurezas y estos manchan los dedos, pero los beneficios son enormes: la moneda de cuproníquel tardará mucho más en oxidarse que esa estatuilla de 12 centímetros que le salió a alguien, hace ya mucho tiempo, 18 euros. Estatuilla que arderá por la pérdida de electrones mientras la aleación de la discreta moneda, bien guardada entre los almohadones del sillón, conserva su valor metálico (si bien no su valor monetario).

La Torre flamea con un fuego frío, imperceptiblemente, detrás de las puertitas de vidrio.


La impermanencia del arte

La falta de barniz del cuadro del barco encallado ha agrietado el mar. La pintura se volatiliza, fluye por haberse oxidado. El lapislázuli se escapa.

Las partículas de óleo llueven sobre el potus, lentamente, imperceptiblemente, como lágrimas o como las gotas de lluvia de un ciclo hidrológico imaginario. Las piedras del camino del cuadro vecino se mojan. El potus se envenena con el agua salada una gota a la vez.

[Fragmentos de «La Oficina» (2017)]