Ayer se me cayeron los anteojos atrás de la cama. Me faltaban los ojos, no veía. Igual me encontré. Había pelos de mis perras, medias que di por perdidas, chinches que se volaron cuando quise poner las luces. Ninguna señal de mis anteojos. Prendí la linterna, seguí buscando; cajas de hamburguesas con no sé qué adentro, las pantuflas que me regalaron cuando cumplí ocho. Encontré las botas que quería estrenar este invierno, las sandalias que no usé ningún verano, la lata de pochoclos que salió un ojo de la cara, pero tiene también la de Justin Bieber (con sus dos ojos, por suerte). Vi un rimmel, un cable, el vacío, un preservativo usado. Cambié la posición y busqué mis anteojos moviendo las cajas, pero en vez de mis anteojos me encontré un monstruo. Le pregunté qué onda y me dijo «¡Boluda, yo soy el que te habla en tus sueños!», entonces me di cuenta de que más que un monstruo me encontré un amigo, y más que un amigo me encontré un bro. Más que un bro no sé si habrá, pero por lo menos ahora sé que es él el que a la noche corre con su sombra a proyectarse en el placard. «¿Sabés dónde están mis anteojos, hermano?», le dije sin vueltas y con su mano escamosa y peluda me tendió mis anteojos. Dispuesta a abandonarlo y bajar de nuevo el acolchado, mi monstro me miró a los ojos y con tono burlón tiró «Cuando quieras podés pasar la aspiradora»