No es tarea sencilla distinguir a los vivos de los muertos

—todos los vivos están un poco muertos

y, por lo tanto, todos los muertos siguen un poco vivos—,

pero con una mirada ágil encontrás al instante los cadáveres.

Porque la calle en sí no es un cementerio y aún así se puede sentir con facilidad

la misma bruma fantasmal que se atraviesa en una película de suspenso;

con lluvia, nubes o en el más lindo día de sol,

estos espíritus siempre deambulan: parece que no tiene límites su jornada laboral.

Fijate, ahí viene un muerto de estrés:

lo reconocés de lejos por la lentitud en su andar que le causó el desgano,

desfila con ojeras talladas por la mano de un sinfín de noches sin dormir acumuladas;

su espalda está encorvada por una mochila que parece estar hecha de plomo de tantas cargas que acarrea hace años.

Mirá ese grupo de muertos de miedo.

Les tiemblan las extremidades de solo pensar en exponerse a algo que los sacaría de su zona de confort

(que en realidad ni siquiera tiene comodidad: pasan la noche en un colchón viejo y prestado).

Usan anteojos con mucho aumento para cerciorarse de que van a prever las situaciones malas a las que se podrían enfrentar.

Pobres; no saben que esos pasos asustados les están destruyendo un montón de momentos que podrían atesorar de por vida.

Recién nos pasaron por delante los muertos de odio.

Nunca pasan inadvertidos: tienen la línea de la mandíbula muy marcada de tanto apretarla de manera nerviosa con cada cosa que les molesta.

¿Reparaste en cómo sus miradas entrecerradas te cuentan que están buscando algo nuevo para odiar de manera irracional?

Todavía no definieron si va a ser un político, un activista hippie, o una adolescente.

Disimulá, que los muertos de opresión nos están mirando raro.

Su ropa está despedazada de tanto que pelearon, y muy sucia de tan cerca del piso que los dejaron.

No controlan ni elijen lo que los asesina y quizás por eso sufren más que los demás.

(Igual, a veces, llegan a parpadear un destello de esperanza—una intermitencia irregular que los mantiene andando)

Ah, sí, esos son los muertos de amor…

Sostienen una expresión obvia de reconocer por ser la peor fingida de todos los que nos cruzamos:

un cirujano plástico les colocó esa sonrisa con la que dicen ser los más felices de la tierra, afortunados de que sus parejas los mantengan vivos,

pero dejan un trazo de sangre tras ese transitar embobado.

¡Cuidado! Casi aplastás una memoria del muerto de tristeza.

Siempre sale con el paraguas abierto porque ya se mojó lo suficiente con su lluvia interior.

Esas lágrimas le mojaron los bolsillos del pantalón en los que guarda fotografías de momentos de los que no se puede despegar.

Puede ser que, cada tanto, lo veas sonreír fugazmente; el humor es su arma contra la pena.

¿Qué te pareció esta recorrida?

La vereda no tiene nada que envidiarle a los cuentos de terror;

de hecho, creo que incluso supera bastante al temible bosque de Caperucita.

Puede resultar peligroso ponerse a pensar cuál de estos muertos somos nosotros,

Porque mucho antes de que empezamos a analizarlo, el lobo hambriento ya está al acecho.

(Texto redactado entre abril y mayo de 2022.)