El día tiene la energía de una montaña rusa del Parque de la Costa: es un viaje largo, intenso, agitado, salvaje, impredecible y bullicioso, que emprendemos por instinto, sin pensarlo demasiado. Damos vueltas, nos cuelgan las piernas, estamos de cabeza y sentimos la presión del viento que nos golpea la cara. Pero de repente, mientras estamos suspendidos en el aire, algo frente a nuestros ojos nos obliga a descansar por un momento.
Vemos cómo el sol empieza a caer. Lo hace muy despacio, como si el tiempo ahora se midiera con un reloj de arena, y no con un cronómetro. Nos fuerza a bajar la adrenalina que veníamos sintiendo para apreciarlo mejor. Se va dibujando en el cielo una obra del mejor de los artistas: aquel que maneja el pincel con gracia, sutileza y seguridad, y que, al mismo tiempo, es un matemático que calcula las proporciones perfectas para hipnotizarnos por completo.
Las nubes se ordenan desprolija pero a la vez estratégicamente alrededor del sol, algunas como si fueran pequeños porotos o semillas y otras como grandes manchones que haría un nene de 3 años que está aprendiendo a usar un pincel. La paleta de colores va cambiando con el correr de los minutos; es una pintura animada. Empieza con el amarillo del ananá y la miel, que sientan las bases de una pintura cálida. Antes de que podamos pensarlo dos veces, pareciera que el artista enciende un fósforo y todo se prende fuego. Los naranjas de la zanahoria, la canela y el polvo de ladrillo se reflejan sobre el río. Sin ser conscientes, nos vemos tan sumergidos en el paisaje que lo demás se esfuma, se va por fuera de los marcos y ya no tiene lugar en nuestro campo visual. Mientras intentamos fotografiar esta maravilla natural en nuestras cabezas, justo cuando logramos apretar el obturador, todo se torna rosado, similar al salmón o al coral.
Después de unos 10 minutos en los que las agujas del reloj se congelaron, el cielo ya comienza a apagarse, como si el fuego de este fósforo no pudiera ganar la batalla contra la nerviosa corriente que la inercia cotidiana trae consigo. Un azulado cada vez más oscuro actúa como el telón que corona el espectáculo y nos despide del teatro. Poco a poco, acompañada ahora de las primeras estrellas que se asoman sobre este lienzo casi negro, la montaña rusa se acelera nuevamente y la rutina continúa. Debemos sujetarnos fuerte para afrontar el impacto del viento y la adrenalina que nos acompañarán hasta el final del recorrido.
(Texto redactado en junio de 2021 y revisado en diciembre de ese año.)