Ladrones de tumbas.
En 1863 se creó la Sociedad Antropológica de Londres. Richard Burton, miembro de dicha sociedad la definió como: “Un refugio para la verdad desamparada”. Que era en realidad la de sus escritos, que no encontraban fácil salida en aquel ambiente victoriano principalmente por los temas abordados, entre ellos: la sexualidad en las diferentes etnias.
Otros dos famosos integrantes fundacionales fueron el antropólogo Sir James Hunt, y el anatomista: Robert Knox.
Sir James Hunt era presidente del “Club Canibal”. El gracioso nombre, hacía ilusión a una camarilla secreta amante de la disección de cadáveres, dentro de la Sociedad.
Richard Rudgley, antropólogo de la Universidad de Oxford, contó que llamaba al orden de las reuniones golpeando la mesa con un mazo que tenía la forma de la cabeza de un negro.
Su esfuerzo se invertía en demostrar la supremacía racial blanca. Para tal empeño se apoyaba en unas rebuscadas mediciones antropométricas con las cuales pretendía sostener sus prejuicios raciales.
Tal vez ustedes, lectores, han visto aquella película de Tarantino: “Django sin Cadenas”, donde Di Caprio exhibe la calavera de un negro y “demuestra” en qué lugar del cráneo se aloja el dispositivo de sumisión de la raza negra. Bien; ¿de dónde sacaba esas ideas? De ese grupo de académicos ingleses.
Robert Knox, anatomista, tuvo que renunciar a su cargo de docente de la Universidad de Edimburgo por comerciar con los célebres asesinos Burke y Hare. Unos delincuentes que primero comenzaron a robar los muertos de los cementerios, y luego, ante la demanda de cuerpos para diseccionar, directamente comenzaron a producirlos ellos mismos.
Al parecer la fiebre anatomista era notoria desde muchos años antes de la creación de la Sociedad Antropológica.
Tal vez a raíz de las objeciones que ponía la Iglesia respecto de la manipulación de restos mortales o por simple aversión a la ciencia, fue generándose un lucrativo mercado negro de cadáveres que abastecía a muchos científicos, el conocimiento acerca de tal actividad había salido del ámbito académico.
La gran escritora Mary Shelley en 1818, encontró en éstas prácticas inspiración para escribir su famosa novela sobre el Dr. Victor Frankenstein, donde el principal nervio literario, en paralelo a la narración de la historia, es una interpelación hacia la moral de aquellas prácticas.
El Frankenstein de la novela era un científico que había llegado él mismo a cavar o hacer cavar las tumbas en busca del material de experimentación, es decir: restos de cuerpos que pudiera ensamblar para crear un ser a partir de estos.
Pero fuera de la novela, en la vida real, no fueron pocos los que llevaron adelante tales prácticas personalmente, algunos por ahorrar dinero, y otros por sumar esa experiencia a la de su mesa de disecciones.
James Urry, antropólogo e historiador, escribió abundantemente sobre la Historia de la Antropología Británica.
En una serie de relatos sobre actividades de los antropólogos en Polinesia, cita a un ruso llamado Miklouho-Maclay. A éste se le había muerto de malaria un ayudante y temiendo ser culpado por los pobladores, decidió tira el cadáver al rio. Pero antes quiso conservar algo para él. De su informe; Urry rescata el siguiente fragmento:
“Pensando en el mejor modo de llevar a cabo la operación, descubrí con disgusto que no tenía una vasija lo suficientemente grande para contener el cerebro” …” había prometido a mi antiguo maestro, el profesor H.., que a la sazón vivía en Estrasburgo, la laringe de un hombre oscuro con todos sus músculos” …” un trozo de piel de la frente y de la cabeza, con el pelo, se incorporaron a mi colección”.
Todo esto lo hace el ruso en medio de la noche y sobre una canoa en la que iba con otro ayudante. Y sigue diciendo: ”Olsson, que temblaba debido a su temor a los muertos, sujetaba una vela y la cabeza del muchacho. Cuando estaba cortando el plexus brachialis, la mano del muchacho se movió ligeramente, y Olsson, mortalmente asustado ante la idea de que yo estuviera cortando a un hombre todavía vivo, dejo caer la vela y nos quedamos a oscuras.” Tenebroso.
En Sudamérica, 1840, un viajero alemán llamado Richard Schomburgk, desenterró a varios esqueletos de indios autóctonos peses a saber que en esas culturas los restos mortales eran considerados sagrados. Lo hizo con los Guaraunos y luego con los Macusíes, en las Guayanas Británicas. El destino final era el Museo de Anatomía de Berlín. Este macabro antecedente, ha tenido a varios seguidores en nuestro país, que han llegado, como es el caso del General Levalle, a profanar la tumba del cacique Calfucurá para robarse el cráneo y exhibirlo en el Museo de Ciencias de La Plata.
Uno de los relatos más indignantes es el de la extinción de los habitantes originarios de Tasmania llevada a cabo por el Imperio Británico. Los tasmanos vivieron en paz y tranquilidad por espacio de 10. 000 años hasta la desgraciada hora en que los descubrieron los británicos en el famoso viaje científico del Capitán James Cook. Considerado este viaje como la piedra angular del poderío británico en adelante. Si hacen memoria, recordaran haber leído ese nombre con el fondo de una bandera británica en algunas remeras de muchos jóvenes.
James Cook, partió en 1768 en un buque de la Royal Navy, con la misión de explorar el Océano Pacifico. El viaje científico estaba integrado además por un batallón de 100 marines fuertemente armados.
La milonga de «La Vuelta de Obligado», es una pintura del capitalismo inglés en movimiento: “Noventa buques mercantes; veinte de guerra…”
Desde entonces Gran Bretaña dio una cátedra al mundo, con la naciente industrialización y expansión capitalista e imperialista acerca de que: cualquier resultado, sea científico, llevar la Democracia junto con las empresas y sus inversiones, debe ser convenientemente apoyada por la fuerza militar.
Sigamos. En cuanto Cook tocaba tierra, la reclamaba en propiedad para Inglaterra. Así, especialmente con Australia, Nueva Zelanda y Tasmania, que recibieron de parte del mundo civilizado la visita del progreso. En solo un siglo la población de esas islas se redujo en un 90%, al par que el 90% de la tierra paso a ser propiedad del Imperio Británico. Los aborígenes de Australia y los Maoríes de Nueva Zelanda; jamás se han recuperado de tal encuentro.
La historia que envuelve a la Royal Society de Tasmania, obviamente integrada por ingleses, es aberrante.
Cien años después de la llegada de Cook y sus científicos, solo quedaban dos aborígenes en Tasmania, el resto se había extinguido. Eran una pareja, llamados: William Lanney y Truganini. Habían pedido a las autoridades inglesas la consideración de ser enterrados en paz y que se respetaran sus restos. En 1869 murió Lanney y sus restos fueron disputados por los científicos que, en el depósito de cadáveres mutilaron su cuerpo llevándose la cabeza, las manos y los pies, dejando para el entierro solo el torso y los miembros. Sin embargo, cuenta Urry; “la misma noche del sepelio dos grupos distintos planearon exhumar incluso aquellos restos. Al descubrir que sus rivales les habían arrebatado el cuerpo, el jefe del otro grupo echó abajo la puerta del depósito de cadáveres, para descubrir que solo quedaban ´algunas migajas de carne’.”
El Dr. Stocwell, director de la Royal Society de Tasmania, cobró notoriedad tiempo después porque lucía una petaca para tabaco hecha con la piel de Lanney
Truganini, la última aborigen tasmana murió pocos años después en 1876. Pudo ser debidamente enterrada. Pero su esqueleto fue desenterrado tiempo después para ser exhibido en el museo de la Royal Society de Tasmania.
Cien años después, en 1976, los descendientes de la cultura tasmana, lograron recuperar el esqueleto, lo incineraron y arrojaron sus cenizas al mar.
Franz Boas, uno de los padres de la antropología norteamericana, en los años de 1890, saqueaba tumbas de indígenas americanos y vendía sus cráneos para financiar su trabajo investigativo.
Alfred Haddon, destacado antropólogo de Cambridge, practicaba el robo de tumbas cerca de su casa. Una anécdota lo pinta huyendo con una bolsa llena de cráneos robados al saquear una iglesia abandonada en Irlanda.
Nos dice Rudgley, dejándonos boquiabiertos, que Don Johansson, aquel célebre paleontólogo que descubrió a Lucy, la famosa hembra australophitecus en la Garganta de Olduvai, Tanzania, habría redactado un informe en donde reconocía haber robado un fémur en el curso de un enterramiento familiar en Etiopia. Lo habría hecho junto a un colega de nombre Tom Gray, con el objeto de estudiar al pueblo Afar, y compararlo con otros restos fósiles.
El mercado de los restos siempre ha sido lucrativo. Nuestro pensador y también famoso investigador y paleontólogo; Florentino Ameghino, solía vender huesos recolectados en sus investigaciones y exploraciones para financiar sus estudios en Gran Bretaña. Aunque claramente no saqueaba cementerios.
En fin. La lista es larga. Y seguramente la ciencia justifica muchas cosas. Quién sabe si la profanación de tumbas y restos mortales es una de ellas.
(Ilustracion: DeeRing 2012)