(Blattodea, del latín Blatta, «cucaracha» y del griego eidés, «que tiene aspecto de»)

Me pidió que dejase el alcohol, mi mujer me pidió que dejase el alcohol. Me lo dijo de buena manera, cuando nos acostamos en la vieja cama de tres patas. Yo estaba, como todos los días, borracho.

Fue una decisión unánime, porque no es que no reconozca mi problema, sino todo lo contrario ¡Amo estar en pedo! Me gusta salir del laburo ya con una lata de cerveza en mano, ir caminando por Corrientes meciéndola, dejando que la espuma choque contra el aluminio. Era música para mis oídos. No me gusta decir que soy un gil laburante, porque la realidad es que me la rasco más de lo que hago, pero aún así la paso mal. La rutina me agota, y la única forma de escapar de esa realidad monótona es a través de la bebida. Es como si cada trago despejara momentáneamente mi mente de preocupaciones y responsabilidades, dejándome feliz.

Mi mujer, sin embargo, veía a través de mi diversión. Sus ojos tristes me suplicaban que cambiara, que dejara atrás ese vicio tan feo. Pero, ¿Cómo hacerlo cuando algo se convierte en tu verdadera casa?

Aquella noche, después de la conversación en la cama, me quedé mirando el techo. Será que estaba algo borracho, pero las palabras de ella resonaron en mi cabeza, y una chispa de conciencia titiló dentro de mí. ¿Realmente quería seguir viviendo así? ¿O era hora de enfrentar la realidad y hacer algo al respecto?

La verdad es que no.

Al día siguiente, volví a casa con seis latas de cerveza y un vino en la mochila, decidido a continuar con las viejas rutinas. Al llegar, encontré a mi mujer en la cocina, rodeada de la desagradable esencia de la rutina diaria. Limpiar contenedores de basura era su realidad, una que yo prefería evitar.

Nos sentamos a cenar, ella con sus historias de desechos y olores nauseabundos que descubría durante su jornada. Mientras abría la cuarta lata, ella detallaba sus hallazgos con un entusiasmo que a mí, sobrio, me resultaba insípido y asqueroso. Pero esa noche, decidí escucharla con más atención, intentando encontrar algo de interés en medio de la mugre y la decadencia.

— Hoy encontré una bolsa llena de zapatos viejos Hush Puppies, aunque estaban todos desgarrados y llenos de hongos. ¿Podes creerlo? — exclamó ella, mientras yo asentía con desinterés.

El alcohol ya empezaba a pegar fuerte, envolviéndome en esa neblina etílica que tanto me entusiasmaba. Las historias de basura, como que agarraban otro vuelo, el vino y la birra hacían que la charla se volviera más entretenida.

— Encontré un pañuelo manchado de algo que ni quiero saber qué es. Pero, ¡mira vos!, tenía un anillo adentro.. ¿Te cabe, no? — siguió hablando ella mientras yo me hundía en mis propios pensamientos.

Su mano, cortada y arruinada, se asomó de repente. Llevaba el anillo, un pedazo de plata opaca con un relieve tallado que apenas podía distinguirse entre la penumbra. Era como si el objeto hubiera emergido de entre la mugre, un brillo tenue que contrastaba con la poca luz de la cocina y de su mano maltratada.

La noche siguió su curso de manera aparentemente normal. Después de compartir esas historias de basura, nos retiramos a nuestro catre de tres patas. Por suerte, esa noche mi mujer no me molestó con el escabio, y todo parecía estar en calma. Será que el anillo era una alegría infinita para ella.

Nos acostamos en silencio, cada uno sumido en su mundo. Me pareció extraño, pero en mi cabeza no había mucha tranquilidad, las palabras de ella, sobre dejar el alcohol, resonaban todavía en mi cabeza como una canción que no podía quitarme de encima. ¿Debería considerar cambiar mi forma de vida?

Al otro día, decidí que iba a tomar, pero iba a tomar menos. Solamente tres latas de cerveza, sin el vino luego. Iba a ser un cambio brusco. Pero curiosamente, no lo sentí tan terrible. Todo se veía con más claridad, las calles de Constitución, mi barrio, estaban llenas de mugre ¡La mugre con la que mi mujer trabajaba todos los días! Nunca había prestado atención a las cosas que la gente arroja, ni siquiera en los contenedores, sino en el suelo mismo de la calle, era como ella me contaba.

Me sumergí en la cotidianidad del barrio, observando con nuevos ojos el desfile de desperdicios y objetos olvidados. Mientras caminaba, noté que la gente arrojaba a la calle más de lo que pensaba. Papeles, envases vacíos, objetos rotos, la basura se extendía como un laberinto. Fue entonces cuando comprendí la verdadera magnitud del trabajo de mi mujer.

Esa tarde, regresé a casa con la mente clara, aunque el anhelo por el escabio aún latía en mi interior. La cocina estaba impregnada de olores ajenos, recordándome la realidad que mi mujer enfrentaba día tras día. Decidí acompañarla, al menos por un rato, mientras relataba sus hallazgos entre la basura.

— Hoy encontré unos guantes de trabajo, estaban casi nuevos. Es increíble lo que la gente descarta sin pensarlo dos veces — comentó ella, mientras yo asentía con cierto asombro.

Al no estar tan borracho, esas cosas tomaban otro matiz, pero algo pasó. De repente, mi mujer fue abrir la alacena para agarrar un vaso de agua y gritó al ver cómo decenas de cucarachas negras, muy pequeñas, corrían asustadas. A mí me pareció fantástico, eran preciosas, al estar sobrio, podía apreciarlas bien. Eran como personitas diminutas, con patas finas y cuerpos oscuros. El sonido de sus cuerpos chocando contra las paredes era como una melodía.

— ¡Que asco! ¡Hay cucarachas por todos lados! — exclamó ella, con un asco evidente en su voz.

Me acerqué, sin temor, y observé cómo corrían frenéticamente.

— Son como pequeños regalitos de la mugre que traés, ¿no te parece? — comenté, maravillado por la escena.

Mi mujer, entre sorprendida y disgustada, no compartía mi entusiasmo por las cucarachas, y aunque no dijo nada, seguro que mi comentario le jodió. Sin embargo, para mí, aquella visión era como una revelación. Por primera vez, apreciaba la belleza en lo que antes consideraba simplemente asqueroso. Las cucarachas se volvieron criaturas fascinantes a mis ojos.

Nos acostamos, y ella hablaba sobre comprar veneno, que siempre se bañaba después de trabajar, que no podía creer de dónde salían las cucarachas. Yo solo decía sí y sí, pero en mi interior, seguía fascinado. Lo tenía decidido: iba a dejar de tomar.

Al otro día, me desperté con la resolución aún vibrando en mi interior, y cumplí, no escabie en todo el día. No fue difícil, no como creía. Cuando regresé a casa, me metí en la ducha, pero me encontré a mi mujer mirando con disgusto las cucarachas que se habían adueñado de la cocina. Parecían disfrutar de la humedad y las rendijas en las paredes.

— ¿No te das cuenta de esto? ¡Esto es insoportable! — exclamó ella, señalando las criaturas.

— Son mascotas chiquitas ¿no? — comenté, tratando de mantener mi tono ligero.

Ella me lanzó una mirada entre desesperada y molesta.

— No son mascotas, boludo, son una plaga. Necesitamos deshacernos de estos bichos ya. Y vos, por favor, deja de mirarlos así.

Decidí ceder ante su pedido y fui a comprar veneno para cucarachas. Mientras rociaba los rincones del baño, me pregunté si estaba haciendo lo correcto. Las cucarachas, ahora en retirada, parecían llevar consigo parte de mí. Pero, en lugar de sentirme aliviado, una sensación de pérdida comenzó a arraigarse en mi pecho.

Volví a tomar, buscando en la bebida algún destello de alivio que las cucarachas ya no podían proporcionarme. Mis pensamientos giraban obsesivamente en torno a esas criaturas: sus cuerpos diminutos, sus ojos chiquitos y sus antenas danzarinas. Cada trago de birra era un intento desesperado de ahogar la sensación de vacío que se instalaba en mi interior.

De vuelta del trabajo, las latas de cerveza no lograron disolver la realidad agobiante. Ni siquiera la efímera alegría de ver a dos cucarachas gigantes banquetearse con una naranja aplastada en la calle pudo levantar mi ánimo. Necesitaba más que esos fugaces destellos de felicidad, entonces, se me ocurrió algo que me hizo reír como nunca.

La risa me acompañó mientras irrumpía en la cocina, sosteniendo en mis manos a las dos cucarachas que ahora se contorcían entre mis dedos sin su naranja, que tuve que dejarla en la calle.

— ¡Mira lo que encontré! — exclamé, presentando mi insólito hallazgo a mi mujer.

Ella retrocedió, horrorizada y asqueada. No entendía la belleza que se escondían en esos diminutos cuerpos que parecían palpitar con vida propia. Me gustaba especialmente la sensación, un poco viscosa, de sus cuerpos contra mi piel, la contorsión de sus patas finas y sus antenas moviéndose en todas direcciones, de alguna manera, parecían artistas. Me hacían reír.

— ¿Estás en pedo? ¡Bájalas ya!

Pero para mí, esas criaturas habían dejado de ser simples bichos repulsivos. Eran mis compañeras, mis socias en este mundo. Las solté con cuidado en un rincón de la cocina, liberándolas de mi apretado puño.

— ¡Son hermosas! — proclamé, mientras las cucarachas se alejaban hacia su propio pequeño reino.

Mi mujer, sin poder entender mi fascinación, sacudió la cabeza con incredulidad. Aunque las risas seguían brotando de mí, una sombra muy triste se reflejó en sus ojos. No dijo nada, solamente se fue a dormir.

Al otro día, ya había muchas más cucarachas en casa, y en los días sucesivos, aún más. Mi mujer se tuvo que ir acostumbrando a tener que compartir comida con ellas, la ducha, el baño, hasta incluso la cama, porque cada tanto, algunas antenitas rozaban sus pies descalzos, para mí eran besos de cariño. Podía decir que era verdaderamente feliz.

Mi vida se volcó por completo hacia este nuevo vínculo con las cucarachas. Mientras el alcohol perdía su efecto sobre mí, la presencia de estos insectos se volvía más intensa. Las veía como seres vibrantes, compañeras de vida. Mi mujer, por otro lado, lidiaba con la invasión de manera menos entusiasta.

— No entiendo cómo podes disfrutar esto. ¡Te volviste loco! — exclamó ella, mientras intentaba espantarlas de la cocina.

Pero yo ya no las veía como simples plagas; las consideraba parte de nuestra familia. Cada noche, cuando nos acostábamos, sentía la presencia reconfortante de las cucarachas moviéndose a nuestro alrededor. Eran como guardianes nocturnos, pequeños seres que compartían su compañía con nosotros.

— ¿No te da asco? ¿En serio no te molesta? — preguntó mi mujer, incrédula ante mi aparente indiferencia.

— Al contrario, mi amor. Son amigas que nos acompañan. ¿No ves la belleza que tienen? — respondí, tratando de transmitirle mi nueva perspectiva.

Mis palabras no lograban convencerla, pero la armonía entre las cucarachas se fortalecía cada día. Mientras yo dejaba de lado las botellas vacías, ellas se convertían en mi consuelo. Su danza nocturna y sus carreras por las paredes, se volvían mi entretenimiento. Incluso llegué a reconocer a algunas por sus patrones únicos.

Sin embargo, mi mujer se volvía cada vez más insistente en deshacerse de ellas. Compró trampas, aerosoles, y roció veneno por toda la casa. Pero las cucarachas parecían inmunes, persistiendo en su presencia. Un día, en la oscuridad, la escuché levantarse y caminar sigilosamente hacia la cocina. Supuse que iba a buscar algo para ahuyentarlas, pero sabía que en el fondo ella iba a fallar.

La hallé sumida en lágrimas, acurrucada en el rincón de la cocina, enfrentando la verdad: Jamás iba a poder expulsarlas. Me aproximé con cautela, intentando consolarla en medio de su desesperación, pero lo que presencié dejó mi mente atónita.

Una de las cucarachas, distinguida por un brillo coqueto en su caparazón, reposaba sobre la cabeza de mi mujer. Contrariamente a lo que podría esperarse, no la perturbaba; más bien, parecía que la cucaracha le ofrecía un consuelo inusual. Sus patitas finas acariciaban delicadamente su pelo, mientras las antenas se movían con una gracia que contrastaba sorprendentemente con la supuesta repulsión de la criatura. Interpreté aquella escena como un abrazo, una expresión de empatía proveniente de una criatura que, a pesar de su pequeñez, parecía comprender el dolor humano de una manera única. Por eso las amaba.

Ante la sorpresa, si bien quería ser respetuoso con el dolor de mi mujer, una risa brotó de mí, porque la conexión entre ella y la cucaracha me había conmovido. Tuve que reírme sin restricciones ni consuelos.

Al despertar al día siguiente, me encontré solo en la cama, todavía con la risa resonando en mi mente pero ella no estaba ahí. Confundido, con un poco de hambre, me dirigí a la cocina, y una sonrisa se dibujó en mi cara al sentir tranquilidad. Vi una cucaracha, una gigante, una como ninguna otra, llevaba el delantal rosa de mi mujer, y se esmeraba en cocinar mis huevos fritos y preparar mi café con leche, exactamente como me gustaba a mí, con espumita.

La cucaracha movía sus patas con una destreza perfecta, y la cocina se impregnaba con un aroma riquísimo. Me senté a la mesa, muy agradecido. Al ser ella gigante, podía apreciar mejor sus patas largas, muy peludas, podía ver como se movían. Pero sus ojos, sus ojos oscuros y brillantes parecían bolitas muy inteligentes. Las antenas, largas y delgadas, se agitaban en el aire marcando la concentración de la cocinera. Su delantal que cubría su abdomen estaba manchado con lo que parecían migas.

En la mesa, otras cucarachas más pequeñas, con cuerpos temblorosos y antenas inquietas, observaban con reverencia y hambre. Todas tenían ojos grandes, casi transparentes, y parpadeaban de manera coordinada. Algunas de ellas se balanceaban sobre las patas traseras, emitiendo un zumbido que si bien no entendía del todo, pronto lo comprendería.

Una de las cucarachas más pequeñas se abalanzó hacia mí, era tan grande como un perro callejero. Con fuerza, me arrojó contra la mesa, donde caí entre platos y utensilios. Mientras las cucarachas observaban con ojos curiosos, comencé a sentir una sensación sin igual. Sentí sus antenas cosquilleando mi cuerpo, pero luego sus patas con fuerza sobre mi piel, luego sus mandíbulas robustas. Un par de tubos se movían alrededor de su boca, palpando mi cuerpo sin remedio, me causaban agradables cosquillas.

Cómicamente, la cucaracha del delantal, apoyó los huevos fritos en mi pecho, como si yo fuese el plato, hasta que finalmente, un crujido resonó en el aire mientras las mandíbulas, todas ellas, que eran más de seis, se cerraban con ferocidad en mi cuerpo, arrancando trozos con una fuerza implacable.

Mi sangre, mi carne, era salpicaba en todas direcciones, manchando las patas peludas y las antenas inquietas de las cucarachas. Las mandíbulas se movían con juguetona fuerza, desgarrando la piel y triturando la carne con un apetito insaciable. Mi cara, mi cuerpo, fue desfigurado y desmembrado, a merced de mis fieles compañeras.

Así, si bien dolía un poquito, no podía evitar reírme, hace mucho tiempo que no sentía esta sensación inusual y hermosa de disfrutar de un desayuno. Claro que acepté la molestia de mis huesos siendo triturados, porque esto nos iba a unir de manera única con mis pequeñas amigas.

Siempre pensé que la belleza de este mundo estaba a simple vista, pero en realidad, la belleza emerge de lugares inesperados. Nada puede reemplazar las cosas simples de la vida, que incluso en su rareza, pueden ser sorprendemente dulces.