El pueblo era pequeño en comparación a otras urbes que suele imaginar el ciudadano argentino promedio. Vivían ahí alrededor de ocho mil habitantes. Los vecinos comentaban todo lo que sabían sobre la vida y obra de los demás. Decían, por ejemplo, “Juan, el bicicletero, dejó a su mujer por la María de la farmacia” y agregaban “pero ella hace mucho venía dejándose estar, de alguna manera se abandonó”. Los juicios eran variados y dependía mucho de la boca que salieran, pero en general, no había alma que se salvara de las habladurías de la gente aburrida y acostumbrada a la tranquilidad de la llanura.

Todos ahí conocían la historia de la loca Juana. Así la llamaban desde que el pueblo era pueblo y la había amparado. Según lo que comentaban su nombre verdadero no era ese, sino Josefa. Los interludios de por qué la llamaban con otro nombre o por qué se lo había cambiado despertaron diferentes versiones a lo largo de las décadas en el pequeño municipio. Pero eso no era lo más impactante de todo, sino lo que había pasado durante su trágica historia de vida pueblerina…

Algunos narraron con total seguridad que había enloquecido ya que tenía un pequeño niño (o niña) quien había muerto en un terrible accidente. El dolor y la desesperación de perderlo hicieron que ella deambulara por las calles, día y noche, sin poder encontrar resguardo o paz en ningún sitio que no fuera su pequeño hijo. Decían aquellos que la vieron penar que había perdido su capacidad de habla y que ya solo se comunicaba mediante sonidos que pocos llegaban a entender. Su aspecto físico se deterioró tanto que yo no le importaba su ropa, higiene o salud. La pesadumbre había llenado tanto sus días que nunca se recuperó ni volvió a ser la joven bella Josefa que el pueblo había admirado alguna vez.

Otros residentes de la localidad afirmaron que la historia tenía un orden cronológico que no estaban respetando. Según ellos, Juana tenía un largo viaje pendiente a la ciudad de Buenos Aires por lo que dejó a su pequeño al cuidado de su mamá, en una chacra cercana al poblado. Dicen que cuando volvió de esta necesaria travesía de trabajo su madre le confesó a duras penas que el niño había fallecido a causa de un accidente y que ya no formaba parte de esta dimensión. “Ahora estará con dios y lo protege la luz que no tiene fin”, habría agregado. Devastada con la noticia, Juana no pudo con tal sentimiento de aflicción y corrió con todas sus fuerzas. Tal fue su infortunio que al cruzar alterada una calle, un vehículo la llevó por delante lastimando una de sus piernas. Esto desencadenaría un traumatismo permanente que hizo que cojeara de ahí en adelante.

Terceros aseguraban que su marido no pudo acompañarla en este duelo terrible y espeluznante que vivió sola, debido a que su pareja también la golpeaba y sometía a todo tipos de violencias. La suma de desgracias no terminaron ahí: su casa había ardido por motivos naturales decían unos, otros que su marido había iniciado el fuego que acabó con lo que quedaba del humilde lugar al que llamaban hogar. La intemperie cubrió así sus desgarradores días.

Verla recorrer las calles del pueblo era avizorar su viva historia y su castigo cargado en sus hombros que según las malas lenguas fue perder a quien más amaba. La historia de alguien puede verse reflejada a cada paso en la mirada y sus ojos nunca mintieron: el abatimiento destruyó cada destello de vida que en ella quedaban. El pueblo no se mantuvo indiferente. Fue solidario y hubo siempre quienes intentaron acompañarla desde el cariño, la solidaridad y el parentesco que aún la unían a una familia y sus conocidos. Lamentablemente y con el pasar de los años, Josefa enfermó gravemente y murió. Ese fue el fin de un dolor que se enraizó e hizo carne en su cuerpo durante tanto tiempo. De alguna manera el deceso logró algún tipo de justicia, si es que las hay en este mundo intrincado: la paz, la unión de almas que se separaron injustamente y el descanso merecido tras largas batallas peleadas. De alguna manera ella todavía vive en el inconsciente colectivo de una localidad que no la olvida, ni a ella ni a sus penas íntimas y empatiza con cada ápice de dolor que conoció de su vida. La loca Juana, la bella Josefa, sus amores y pérdidas, su duelo y el paso por ese mundo terrenal en esta pequeña localidad argentina está aún en la mente de todos aquellos que viven allí, tranquilamente en la planicie.

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