Sinopsis: Carlann Svejdiann es un agente enviado a realizar misiones que el Regidor, su jefe, no desea que se sepa que fueron ordenadas por él mismo.

En un poblado donde la inmundicia, el abandono y la violencia están a la orden del día, Carlann deberá descubrir un misterio que involucra una serie de desapariciones.

***

Sí señor, aquí está mi reporte. No señor, no estoy mintiendo, esto es lo que logré socavar al respecto. No señor, no enloquecí. Aunque debo añadir, si me lo permite, que ese habría sido el menor de los males.

¿Es necesario? Bueno, si usted lo dice, que son para los registros, no voy a oponerme. Me llamo Carlann Svejdiann, sí, con doble ene, es una tradición de donde vengo que todos los nombres terminan así. El segundo se pronuncia sveidian, no me pregunte por qué la jota se lee como una i, yo habría puesto una i para ahorrarnos problemas, pero qué se le va a hacer, las tradiciones calan tan hondo como las raíces de un árbol.

Soy un agente del Regidor Augusto Svejdiann. Sí señor, es el mismo apellido, soy un primo lejano suyo. Sí señor, él sabe muy bien cuál es mi trabajo, ya que fue quien me ordenó este último por el cual usted desea mi reporte. Lo que está ahí escrito es una transcripción de mis propias notas hechas en ideogramas, símbolos sencillos que contienen un significado. ¿Escuchó sobre el reciente descubrimiento de unas ruinas antiguas cuando estaban haciendo excavaciones para extender la línea de ferrocarril, en el que había una pared plagada de dibujos raros? Algo así, solo que las que aprendemos son más simples. ¿Mis notas originales? Las despaché al Regidor, él sabe leerlas, pero me solicitó que viniera con usted, señor. No señor, no tengo copia, pero siendo sincero, no creo que le sirviera de mucho. El ideograma que empleo es bastante bruto, un día puedo dibujarle un círculo y al otro puedo hacerlo un poco más alargado, para usted se verían igual pero el significado sería otro muy distinto.

No señor, no me burlo de usted, solo le explico la situación. La transcripción de aquí es una fiel copia del original que tiene Augusto, además hice una copia extra para un posible estudio. Si lo desea puedo leerla. ¿No? Como usted diga, entonces usted registrará lo que tengo para contarle. Asegúrese de tener suficiente tinta y papel. Y un par de manos extra por si se cansa.

Lo que voy a contarle es en lo referido a la quema ocurrida en el poblado de Sauce. Puedo darle todos los detalles que usted requiera.

Porque yo mismo quemé el pueblo, junto a sus habitantes.

***

Sauce es un nombre que nada tiene que ver con la naturaleza de ese pueblo. No cuenta con ningún árbol en las cercanías, salvo en un solo lugar. Las casas están pegadas unas al lado de la otra que podrían pasar por habitaciones de un mismo hogar.

Yo jamás podría llamar hogar a un lugar así.

Salí de verme con el Regidor el día previo a mi viaje hasta Sauce. El tren que me dejaba lo más cerca posible salía en un par de horas, así que me preparé ni bien estuve liberado y me fui hasta la estación. Viajar en tren tiene un encanto místico, sentarse y mirar por la ventana cómo el paisaje se va quedando atrás siempre me fascinó. Llegué hasta la estación en la que me tenía que bajar, Penas, un nombre bastante triste, para un lugar con un toque de calidez para los viajeros. Me dijeron que Penas era el nombre del fundador, pero no indagué más, eso se lo dejo a los turistas.

De ahí tenía que dirigirme a pie o en diligencia hasta un cruce de caminos en el que tienen una vieja torre abandonada. Hacia un lado ibas a una comarca que, me dijeron, es muy acogedora, tiene nombre de bolsa o bolso grande. La diligencia era la carreta de un vendedor de sidra, me dijo que podía llevarme hasta ahí si quería. Un buen sujeto, me compartió un vaso de sidra. Muy rica la verdad, debería encargarle un par de barriles para su despensa señor.

Me bajé en la torre de piedra abandonada, me dijo allá no es un buen lugar, no se recomienda ir. Le dije que conocía el lugar, que tenía un trabajo que hacer, no le dije qué. Nadie sabe que soy un agente de Augusto o me tratarían distinto y llamaría la atención. En mi oficio, cuanto más olvidable, mejor. Lo despedí y desapareció en el horizonte. La torre era muy vieja, mostraba signos de haber sido quemada, sí señor, puede anotarlo como un presagio si lo desea, pero para mí en ese entonces solo era una torre quemada. Anteriormente debió ser una posta de peaje o un punto de vigilancia, usted sabe, los caminos son peligrosos, más si uno se aleja en el extrarradio. Por algo siempre hay Guardias en el tren, Guardias armados. Hablé con ellos, uno en particular me reconoció pero no dijo nada, aunque yo supe que me reconoció. Sin levantar sospecha me contó algo curioso, me dijo que allá a donde iba se rumoreaba de desapariciones. Desapariciones, le pregunté. Desapariciones, me dijo, gente que va y puff, ya no se la ve más. Así lo dijo señor, haciendo énfasis en el puff, como diciendo ¡puff!

Le pedí que me dijera más, a sabiendas que yo sabía que él sabía. Me dijo que el camino de la torre quemada era uno en el que más veces ocurrían las desapariciones. Le agradecí y seguí mi camino hacia el baño.

La torre era un lugar, como dicen algunos aspirantes a escritores en mi ciudad, lúgubre. Yo lo llamaría abandonado, así como estaba, abandonado, sucio, apestoso, aún se podía oler la ceniza. Por qué hago hincapié en esta torre, señor, es porque el tema de las desapariciones que me dijo el Guardia era algo que me concernía.

Llegaban reportes, denuncias del extrarradio, y todas apuntaban a un mismo lugar. Imagine cuál sería la reacción de todos si descubrieran que una sola persona fue enviada para resolver sus asuntos. Mejor pasar desapercibido.

Seguí por el camino de la derecha, por el que el vendedor de sidra no fue. Hacía frío, llevaba un abrigo cómodo y ligero, debo decir que disfruto del frío, pero no de enfermarme, no soy idiota. Llegué a otro lugar, una granja. Estaba abandonada. En un corral había un cerdo, o lo que quedaba de él. El olor llegaba hasta mí. Agradecí el no haber comido todavía.

***

Sauce estaba todavía lejos, pero sabía que iba por buen camino. Decir buen camino es una forma de expresarlo, nadie quiere ir por la vía recta a la muerte, mejor que te peguen un tiro y ya. Palpé mi arma de fuego, estaba cargada, lista para usarse. Tenía dos recargas extra, aunque rara vez las usaba. Esa rara vez fue en Sauce, ya me entenderá.

Me crucé con un jinete. No sabría decirle si fue una alucinación o un fantasma o una señal o lo que sea, Augusto ya lo sabe y aceptará lo que le dije, confía en mí, no tengo razones para mentirle. Vi a este jinete, llevaba un gran sombrero y un poncho. Que por qué digo que si era o no una alucinación, bueno, tenía algo en su porte, en su andar, en su forma de cabalgar que me inducía a creer que lo que estaba viendo ponía en jaque mis facultades cognitivas.

Bonitas palabras, facultades cognitivas, escriba el significado que se adecue al lenguaje que esté usando. Este jinete se me acercó, se detuvo, me miró, yo le miré, ninguno dijo nada. Era un hombre viejo, la cara arrugada como las manos en remojo, llevaba una pipa en la boca de la que emanaba un aroma dulzón. Conocía ese aroma, es una hierba que crece en la base de ciertos árboles y que resulta ser muy adictiva. La cadena le dicen, sí, no son muy creativos con los nombres. Se supone que una vez que la fumas, te ata de por vida a querer consumirla. Yo no me arriesgaría.

El jinete miró el camino que había recorrido, me miró a mí, miró mi ropa. Sacudió la cabeza, como si estuviese decepcionado, luego se marchó. Así sin más, sin un hola como le va, necesita ayuda ni nada. Tampoco se la habría pedido. Reanudé mi marcha, vi otras granjas abandonadas. La gente fue dejando este lugar, pero no recientemente, sino desde hacía años, quizá décadas. Es de esos lugares abandonados aquellos parajes que uno presiente que tienen algo, algo malo y que por eso no lo toman. Muy al sur es muy común que las comunidades empiecen porque un grupo de gente toma los terrenos. A veces traen problemas a ciertos sujetos que dicen ser dueños, y estos son lo bastante listos como para no apersonarse a exigir el pago de la renta. Ahí, por donde yo caminé, había tanta hierba que podrían haber hecho una ciudad si lo querían.

Pero la hierba estaba muerta, y en algunos lugares un pantano se iba expandiendo como una mancha de tinta en una hoja. Lenta, constante, destruyendo la tierra, haciéndola imposible de habitar.

La gente de Sauce diría lo contrario.

***

El edificio estaba quemado. No señor, no lo quemé, estaba ya quemado, no sabría decir por qué.

Apenas le eché una mirada, solo una, para darme cuenta de que esto llevaba años así, quizá no tanto como la torre en el cruce de caminos, pero sí tendría sus buenos lustros. Seguí andando, no me crucé con ningún otro jinete, ni un solo paisano, mercader, pastor, o bandido. Sauce estaba cerca.

Imagine un montículo de tierra, tierra gris, no marrón, gris, sí, como si tuviera ceniza encima. Ahora agarre un plato, no necesita ser redondo, cierre los ojos, tírelo al montículo esperando a dejarlo en el medio. Así era Sauce.

Si los oasis en los desiertos tuviesen su opuesto, Sauce sería la primera opción. Decir que es un pueblo es decir mucho, y que es una aldea es decir poco, está en un punto intermedio, inclinado eso sí para uno de los lados. No me pregunte a cuál.

Toda gran ciudad tiene sus barrios malos, su sombra, su lado oscuro, su lado b, o como te lo vendan según a quién le preguntes. Existe un cierto equilibrio, una relación simbiótica si así lo prefiere, entre estos lugares y los lugares civilizados, unos les roban a otros, otros buscan placer prohibido en unos, sí, deje funcionando ese lado oscuro que todos tenemos en nuestra mente y sabrá a qué me refiero.

Pero Sauce era algo más.

Lo presentía a medida que me iba acercando. Llamémosle instinto de autopreservación. Usted no saltaría de un risco, ni se tiraría por los rieles de un tren que se está acercando a menos que tenga un muy mal día. No, no lo haría. Bueno hay quienes tienen que dar ese paso, ese salto, para ver qué hay en el fondo. Sauce te provocaba eso.

Un populacho compuesto por casas muy pegadas, muy juntas, demasiado, una amalgama de arquitectura que pondría los pelos de punta al estudiante más refinado. Tenía sus corredores, oscuros como la noche, mugrosos, apestosos. Vi gente que se acostaba a dormir en lugares más limpios que ese, y no eran exactamente lugares higiénicos.

Era imposible ir hasta Sauce sin que te vieran, ese era el riesgo. No hay nada, ni un árbol, como ya mencioné, que te permita tener una cobertura para espiar desde una buena distancia. El único árbol estaba en el centro. Ya llegaré ahí, y créame que se sorprenderá.

La gente me miraba con ojos muertos, algunos ciegos, otros tenían mugre de varios días que fungía como pegamento natural y les impedía abrir los párpados. Vi a un niño desnutrido, recostado en un colchón mohoso. Los ojos los tenía sellados, y tenía gusanos comiéndole los párpados. Se me ocurrieron un par de chistes sobre la vista, pero dudo que quiera anotarlos. No señor, Augusto tampoco los sabrá, esos se quedan aquí, en mi cabeza, en mi sombra.

Entrar en Sauce era como entrar en un barrio peligroso pidiendo a gritos que te mataran, asaltaran y ultrajaran, todo en ese orden. Fui precavido y saqué mi arma de fuego. Eso daba un mensaje claro, aunque hubo algunos que no lo captaron a la primera.

El primero fue una mujer que tenía un palo de amasar, sí, un palo de amasar, y no llevaba nada puesto. Uno se pregunta cómo es que pueden vivir en tanta inmundicia. La respuesta es que no viven.

Se me acercó. Sus movimientos fueron torpes, le di un culatazo en la nuca y cayó al suelo. No iba a desperdiciar una bala en una puta. No en esa. Las calles tenían una disposición particular, hágase la imagen mental. Todo Sauce estaba construido, si se me permite usar esa palabra tan compleja, con forma de disco, sí, de disco, si se imaginó al principio un plato redondo, acertó, y lo siento, no hay premio. Las calles eran anillos concéntricos, bueno, decir calles es como llamar comida al animal que se revuelca en el barro, hay un proceso en medio que se tiene que respetar, que seguir. Las calles eran callejones, dos o tres personas podían caminar una al lado de la otra, no es el mejor lugar para andar, se lo aseguro. Las casas, todas las puertas, miraban hacia el centro. Había oscuridad en el interior de cada vivienda, aromas fétidos, ácidos, efluvios que te hacían lagrimear. Ni cortando cebollas derramo lágrimas.

Otro quiso tener su oportunidad. El muy idiota me quiso robar las pistolas, le golpeé en el cuello y se quedó tosiendo en el suelo, agarrándoselo como si se estuviese atragantando. Escuché sus quejidos por un tramo hasta que se calló. No había recorrido mucho tramo.

Un tercero se me acercó, anciano, cansado, encorvado. Estaba lejos de empezar con mi trabajo, no le he dicho exactamente que iba a hacer, ya se lo diré.

Qué hace aquí, me dijo el anciano.

No es asunto suyo.

Puedo hacerlo mío.

Puede hacer lo que quiera, pero no se meta en mi camino. Le mostré mi arma de fuego.

Eso pareció ponerlo en sobre aviso al anciano, quien se apartó.

No puede continuar, usted no le pertenece.

A quién no le pertenezco, le dije.

Al sauce.

Y se fue.

***

Llegué hasta una especie de iglesia. Digo especie porque era un edificio que se distinguía de los demás: este tenía ventanas de colores.

La calle que seguía estaba bloqueada, y no tenía ganas de retroceder, había ojos, muchos ojos, que seguían mis movimientos, los sentía, llegué a contar cuarenta pares. No tenía suficientes balas, yo lo sabía, ellos lo sabían, y yo sabía que ellos sabían.

Entré en la iglesia, esperando encontrar un pasaje. Lo había. Pero también había alguien más.

Bienaventurado, hijo mío, dijo una especie de sacerdote. Su ropa era una sábana con un agujero recortado para que pasara la cabeza. No creo que llevase otra cosa puesta.

Busco pasar.

La vida es un paseo, tómese un descanso.

No necesito descansar, necesito pasar.

Ya veo, murmuró y se dio la vuelta, usted busca pasar.

Eso dije.

Eso dijo, lo escuché, a dónde quiere ir.

No es asunto suyo.

No lo es, pero insisto, quiero darle mi bendición.

Guárdese su bendición, dígame dónde está el pasaje.

La sombra nos cubre a todos, Su caricia nos alivia en los días cálidos.

Deliraba, no podía sacarle más información. Caminé hacia el pasaje, una ventana rota.

Allí los demonios bailan alrededor del sauce.

Olvidé mi invitación.

Salté por la ventana. Escuché que el sacerdote reía. La iconografía, olvidé mencionarle, era muy curiosa. Sabe de este estilo de dibujos que retrata la violencia de una forma que no resulta grotesca si te la enseñan toda tu vida. Bueno acá no era el caso. Porque solo había un tipo de arte religioso, un enorme cuadro de un círculo con una mancha roja en el centro, como la que dejaría una cabeza al ser estampada. El sacerdote reía.

***

Una mano me tocó el hombro, a punto estuve de romper el brazo a la joven que se me acercó. Debía de ser rápida, pero antinaturalmente rápida, porque no sentí su presencia.

Cogeme.

Fuera de mi vista.

La joven sonrió. ¿Por qué se sonroja, señor? No le gustaría ver lo que yo vi en esa joven. Me siguió por un tramo, gritando que me la cogiera, que la llenara con mi semilla, que de ahí crecería el árbol de la vida y que los ángeles se posarían en sus ramas para descansar y mamar de su leche. Le dije que podría darle todos los detalles que quisiera, usted no me dijo hasta dónde querría escucharlos.

Caminé por las callejas de Sauce, las casas estaban más hacinadas unas con otras, como parásitos devorando a sus huéspedes y tomando su lugar. Escuché un grito, no, no era un grito de dolor, era ese otro tipo de grito. No me detuve a mirar, pero sostuve firmemente mi arma. Las recargas seguían intactas, había que hacer valer cada disparo. Más ojos me seguían, algunos me devoraban con la mirada, no les presté atención. Pero ellos sí que me prestaron toda su atención.

***

Yo había ido allí a averiguar por lo de las desapariciones.

Tenían un sistema que todavía no comprendo cómo les funcionaba, porque la gente que se supone que desaparecía, y entiéndase, cuando a usted le dicen que desaparecen en tal o cual lugar, una de las primeras cosas que se le viene a la mente es que fueron secuestradas, desaparecidas. Acá ocurría lo segundo que se le podría ocurrir: que iban voluntariamente.

Augusto me dio un par de nombres, nombres de parientes de familias que residían en su territorio, y que habían reportado estas desapariciones. No se les alentaba a tener tantas esperanzas en encontrarlas, pero se les decía que se haría todo lo que estuviese al alcance. Augusto fue muy claro conmigo: si veía a alguno de estos nombres, que ni pensara en rescatarlo. Me atreví a cuestionarle por qué. Ya lo entenderás, me dijo.

Lo entendí.

Estaban hechos unos despojos, tirados por la calle, abandonados a su suerte o a su desgracia. Uno de los nombres era el de una jovencita a punto de comprometerse. Si ya se armó la suficiente imagen mental de lo que era Sauce y su gente, sabrá hacer el resto del trabajo para pensar en qué estado la encontré, junto a otros tres individuos. Lo mismo que con los jovencitos. Recuerda cuando le dije que volverse loco era el menor de los males, ahí está uno de esos males mayores. Le diré solo un detalle para que no se me desmaye, ¿tiene algo de agua? Gracias, perdóneme esta interrupción, ¿lleva escrito todo eso? ¿Tanto hablo? Con razón Augusto me manda tan lejos, ni yo me soportaría escuchando mis propios reportes.

Mamaban de algo, un cable grueso, como si chuparan una teta o un pene, grueso, feo, que hasta se movía como una serpiente. Algunas y algunos, sí, hago énfasis para no discriminar, los tenían insertados en otros orificios. Y parecían disfrutarlo. Debía de estar cerca del epicentro, la zona donde toda la mierda se acumulaba sin vía de escape, porque al parecer nadie escapaba de Sauce.

Yo me aseguraría de que eso no cambiase.

***

Llegué al centro. Era como una plaza, rodeada de las demás viviendas.

En el centro había un árbol. Bajo la sombra, había una persona sentada. Me acerqué. No era una persona, era un ser que nada se parecía a una persona más que el hecho de estar sentada. Su cuerpo era verdoso, pero verdoso mojado, húmedo, palpitante, pegajoso, parecía estar meditando. Esos cables, ahora que lo vuelvo a mencionar, parecían ser raíces. Eran raíces que salían de ese árbol que, viéndolo de cerca, no era un árbol. Tenía algo erróneo en su forma, en sus características.

Un árbol no palpitaba como un corazón. Ni hacía sonidos de estar respirando. No tan notorios al menos.

El ser abrió los ojos.

Saludos, dijo.

Le disparé en la cabeza.

Cayó de espaldas contra el árbol que no era árbol.

Este no le agradó mi saludo.

Humano idiota, tengo la semilla de todo este pueblo, puedo procrear con cualquiera y volver a parir otro contenedor.

No enloquecí porque me centré en mi misión, pero créame señor cuando le digo que escuchar una voz humana salir de algo que no es humano es cuanto menos perturbador.

Viniste aquí voluntariamente, me dijo.

Sí, para ver qué estaba pasando.

¿Te gusta lo que ves?

No le respondí.

Viajero, yo también viajo, caí en este lugar hace mucho, pero me adapté, ahora solo es cuestión de tiempo.

Cuestión de tiempo para qué.

Para la metamorfosis.

No me gustó eso último, ni lo que dijo luego.

Qué metamorfosis.

Ah, humano idiota, mis semillas están casi listas, pronto se expandirán.

Volví a disparar contra el cadáver bulboso y gelatinoso. Escuché una risa, cómo definirla, arbórea, no trate de imaginarla, no le saldrá, ni yo puedo describírsela más que con esa palabra, arbórea.

Sabía que disparar no sería de gran ayuda, además, tenía visitas. Los pueblerinos, peor que decrépitos, quisieron probar suerte conmigo. La joven que dijo que me la cogiera estaba con ellos. Le disparé en la cabeza. Vinieron más, disparé más. Cambié mi recarga, disparé, maté mujeres, niños, ancianos. Pero no eran eso, eran otra cosa, ya formaban parte de Sauce.

Y Sauce tenía que desaparecer.

Maté a algunos más, el resto se detuvo, como si el árbol se los ordenara. Sé que dijo algo, pero lo ignoré, así que me preparé.

Saqué de mi bolso unos químicos que preparé, los esparcí alrededor del árbol. Saqué mi mechero, prendí un trapo y lo arrojé. El fuego empezó a envolver al árbol, este, ah, sí, este protestó, gritó, suplicó, yo no le presté atención. Gritó como un pobre diablo suplicando que no lo quemaran en la hoguera. Los pueblerinos se quedaron quietos, mirando el árbol arder, como si atendieran un espectáculo divino. Yo me alejé hacia uno de los corredores, donde las demás personas estaban igual de absortas que las que miraban al árbol. No señor, no era un árbol, creí haberlo dejado claro.

Era algo más.

Arrojé los químicos en diversos puntos de Sauce, los prendí fuego uno a uno mientras huía. Volví a la iglesia, el sacerdote ya no deseaba darme su bendición. Los que estaban en el suelo, con esos cables metidos en sus cuerpos se retorcieron, rieron, lloraron, se mearon y cagaron encima, los que no tenían algo metido. Arrojé más químicos, el pueblo empezaría a arder en cuestión de minutos. El humo estaba sofocándome, creía haber calculado bien el tiempo de la reacción, estos errores siempre podían pasar, la diferencia estaba en si lo superaría o me convertiría en un trozo de carbón. La moneda del juicio cayó a mi favor.

Arrojé el último frasco, y no necesité encenderlo, el fuego ya estaba envolviendo todo el lugar en su cálido abrazo. Anótelo como quiera, con zeta o con ese, es un chiste muy malo. Anduve a paso rápido para alejarme. Me di la vuelta. Era como ver un segundo sol en el horizonte, acariciándolo, mientras que el primero miraba con envidia. Me quedé allí de pie para asegurarme de que no salía ninguno, al menos desde mi lado. Esperé y esperé. El fuego no se apagaba. Decidí dar un rodeo a todo Sauce, vi intentos fallidos de escapar, gente que terminó carbonizada en el suelo. Las pateé para asegurarme. Ninguna me devolvió el gesto. Cuando di la primera vuelta, di la segunda. Atardecía. El sol tocaba el horizonte.

Y Sauce seguía ardiendo. Cuando decidí que había terminado con mi trabajo, me marché.

***

Sí señor, la nube que usted vio desde su casa la provoqué yo. No me arrepiento, le hice un favor a nuestra ciudad, a nuestro amado Regidor, y quizá al mundo. Porque esa cosa definitivamente no era de aquí, y como dije antes sobre las personas del sur y las comunidades, pretendía usurpar mucho más que un simple terreno.

No señor, no enloquecí, ya se lo dije, y creo que ya me entendió, ese habría sido el menor de los males.

FIN


Nota final: ¡Hola, muchas gracias por leer este cuento!

En esta ocasión quise probar un estilo de escritura que resulta ser de una mezcla entre Cormac McCarthy y Mariana Enriquez, una autora argentina que estoy leyendo últimamente. Recomiendo mucho sus libros.
La idea para este cuento surgió de mezclar dos ideas que masomenos iban así: «una granja donde los árboles cobraban vida a base de sacrificios humanos» y «un poblado decrépito controlado por un alien». Si un poco les resuena al cuento El color que cayó del cielo, bueno, soy muy fan de Lovecraft y quería probar eso del horror cósmico.

¡hasta otra!