(NOTA: esta es la 2da parte de mi cuento largo El horno. La primera parte la podes leer accediendo a este link: https://trafkintu.com.ar/facundo-torres/el-horno-1a-parte/)

La noticia se divulgó a través de todos los medios, tanto digitales, como tradicionales. En especial las que se repartían gratis en las estaciones de tren, donde abundaban más las publicidades y fotografías de mujeres con poca ropa. Algunos se extendieron más, otros no tanto. Unos contaron una versión, otros una con más salsa para atraer a la mayor cantidad de lectores posibles. La repetición de la tarde agregaba más datos anecdóticos que la de la mañana, y la de la noche se daba el lujo de estirar el relato, con un nivel de detalle como si el mismo locutor hubiese sido partícipe del hecho. El final del horario de protección al menor les daba el aval de decir lo que querían sin autocensurarse. Quienes demostraron la mayor de las indignaciones fueron las mujeres, algunas llegando al punto de romper en llanto luego de tener que dar la nota. Los reporteros se aglomeraron en la zona, buscando la primicia, el comentario más espontáneo que pudiesen cazar, ya sea del comisario a cargo, o del vecino más cercano.

Se habló de lo sucedido por varios días, hasta que otros hechos fueron sucediendo hasta relegarlo a un hecho anecdótico que, en el inconsciente colectivo, quedó archivado a modo de recurso a ser utilizado para iniciar una charla en momentos donde a nadie se le ocurría qué decir.

Sin embargo, quienes no lo veían como tal, como una simple anécdota, fueron los vecinos de la localidad. Ellos, en especial los más cercanos, recordarían por siempre el día en que despertaron una madrugada muy cálida, a causa de los gritos.

Al primer testigo que entrevistaron fue a un sacerdote de la iglesia de la localidad. Un hombre con aspecto de seriedad santificada, pero con una elocuencia que mantenía a la gente enganchada en su discurso. A través de las pantallas de los televisores, la gente escuchó con suma atención lo que el hombre religioso tenía para aportar al caso. Ese día iba vestido con ropa sencilla, una camisa manga corta de color negro con el cuello blanco, unos pantalones azules con unas rasgaduras en las rodillas y unos zapatos marrones. Un rasgo que atrajo la mirada de la gente desde sus hogares era un tatuaje que llevaba en el antebrazo izquierdo: una sencilla cruz, junto con unas iniciales debajo. Muchos se preguntaron qué significaban, pero solo unos muy pocos sabían a quién hacia alusión.

El notero estaba escuchando a través de la cucaracha lo que le decían desde el estudio, antes de cederle el micrófono al sacerdote. Justo llevaba en una mano una bolsa con pan.

—Y usted, Padre, dice que lo conocía, ¿verdad?

—Conozco—comenzó diciendo el sacerdote— a la mayoría de los que asisten a la iglesia. Gente buena y humilde, algunos errantes del Camino, pero que siempre buscan redimirse y obrar por buena causa, quizá, para encontrar consuelo en sus vidas. Yo los recibo, y ellos me escuchan. Así, aprendo a asociar los nombres con sus rostros. Además de escucharlos en el confesionario.

—Entiendo. Lleva usted aquí bastantes años, ¿verdad?

—Tantos como puedo recordar, hijo. Hay muchos padres y madres de familia a quienes bauticé cuando recién salía de mis seminarios de teología. Además, solía dar clases de matemática y física después de misa, para quienes tenían dificultades con sus estudios.

—¿Enseñaba eso, Padre?

—Lo sigo haciendo, cuando alguien me lo solicita. Y no, no cobro, pero admito que la gente se muestra muy caritativa conmigo. Pocas veces necesito ir al mercado a comprar arroz, y con el pasar de los años aprendí varias recetas para no hartarme de la misma comida.

En muchos hogares, la gente que veía las noticias mientras almorzaban arroz en sus múltiples variedades, soltaron carcajadas ante el comentario del sacerdote, ese que solían escuchar dar sermones que llegaban al alma, cuando asistían a la iglesia los domingos.

—El caso que nos involucra, Padre, resultó ser bastante escandaloso y… turbio, ¿verdad?

—Sí, es algo que he estado meditando este último tiempo. Uno ve las noticias, o las lee en el celular, de casos como este en los que se pregunta si es posible que lo que uno ve en las series estas baratas de crímenes o en las novelas de misterio, pueda ocurrir en su barrio. Y debo de confesar—más risas en muchos hogares—, que me tiene sorprendido, y no para bien, tristemente.

—Tenemos información de que esta persona no solía acudir a su misa hasta hacía poco.

—Como te dije, hijo, conozco a la mayoría de los que asisten, y fue una sorpresa, en un principio buena, volver a ver un rostro que no veía desde hacía años, a pesar de que le cruzaba por el barrio cuando salía a dar mis paseos. Sin embargo, la vez anterior en que le vi, se me hizo que había algo oculto en su mirada, en su forma de hablar, de expresarse, que me llamó la atención. Pero no indagué lo suficiente, pues no soy Guillermo de Baskerville en El nombre de la Rosa como para ponerme a jugar a los detectives. Aún así—el sacerdote hizo una pausa, mirando hacia abajo, con una expresión que parecía reflejar una pena contenida—, me hubiese gustado haber actuado de esa forma.

Siguió una pausa, la gente miraba atenta a la televisión. Quienes entendieron la referencia literaria que había lanzado el sacerdote sintieron todavía más admiración por su intelectualidad. Y más los que resaltaron el hecho de que un hombre religioso mostrara afición por las ciencias exactas.

—¿Está bien, Padre?—dijo el notero, notablemente incómodo.

El hombre suspiró.

—No hijo, no estoy bien. Es uno de esos casos en los que uno reflexiona sobre unos hechos muy en concreto, y se pone a pensar en las cosas que podría haber hecho para evitar que ciertos acontecimientos se dieran lugar. Pensar retrospectivamente puede ser un verdadero martirio, si me lo preguntas. Como cuando te insultan, vos no respondes en el momento, y varios días después se te ocurre una respuesta ingeniosa, pero ya es demasiado tarde para darla.

—Maldita sea—dijo un hombre desde su casa—, tiene toda la puta razón.

—Calla esa boca—respondió su esposa en la mesa—, quiero escucharlo. ¡No me distraigas!

—Le entiendo Padre—continuó el notero—. Debió ser duro enterarse de primera mano.

—Lo fue sin duda. La última vez que asistí a su hogar, fue por una petición particular. La policía tomó mi declaración, y me pidieron que aguaradace a dar una segunda, y quizás una tercera declaración, antes de comentar abiertamente, por lo que seguro me volverás a preguntar exactamente a qué me estoy refiriendo ahora, en un futuro.

—Es lo más seguro. Este es un caso de lo más extraordinario.

—No sabría si catalogarlo de esa forma, hijo—hizo una pausa. Incluso en todos los hogares que le estaban viendo, oyendo, guardaron silencio, a la expectativa de que el sacerdote volviese a hablar—. Me ha conmocionado de una forma que jamás creí que lo haría. Le conocía, sí. O eso creía. Bien reza el dicho que uno nunca termina de conocer a alguien. Al principio no me lo creí, no tengo motivos para pensar mal de las personas, a pesar de que uno cuenta con una parte de su mente, aunque sea inconscientemente, para hacer ese trabajo. Alguien, un escritor, le llamaba “El molino negro”, o quizás unos lo conozcan como “pensamientos intrusivos”, y que suelen resumir con la frase “piensa mal y acertarás”. A mi me gusta estar equivocado cuando eso ocurre. Y Dios sabe que me gustaría seguir equivocado.

—¡Cómo nunca le escuché hablar!—dijo un adolescente que se había detenido a medio camino de la cocina de su hogar—¡Este tipo te puede mantener enganchado con recitarte el mas malo de los chistes!

—¡Cállate!—le grito su hermana—. Si querés escucharlo, mejor acompañame a la iglesia el próximo domingo.

—¡No te quepa duda!

—Es muy duro ver que las peores cosas que nos imaginamos—siguió el notero— se hacen realidad, ¿verdad?

—Lo es, sí. Porque uno quiere creer que las personas son buenas por naturaleza, que el que obra el mal, lo hace por ignorante, no por maldad. Es parte de una filosofía que me enseñaron en los seminarios, y que aporta a darme paz a mi espíritu junto con la Biblia. Pienso que si le hubiese comentado sobre esto, quizás no hubiese ocurrido la tragedia.

—No se mortifique tanto, Padre, ni usted ni nadie podría haberse imaginado que ocurriría una tragedia.

—No, nadie podría haberlo anticipado. Pero quizá… No, olvídelo. Sí, lo conocía, o conocía una faceta suya, y me sorprendió una vez cuando vino a mi iglesia a confesarse.

—La policía mencionó ese detalle, ¿usted lo confirma?

—Lo confirmo. Mi Juramento no me permite compartir lo que me comentó, pero no tiene sentido mencionarlo, hijo, pues tuve que romper ese juramento cuando me tomaron la primera declaración. Y Dios Padre sabe que obré bien, aunque sea, para con la justicia. Aunque haya sido muy tarde.

—Sin entrar en detalles, Padre, ¿Qué sensaciones le provocó esa primera confesión?

—Toda mi vida he escuchado confesiones de lo más variopintas. Pienso que uno carga con una responsabilidad enorme como oyente a la hora de prestar sus oídos hacia alguien que necesita exteriorizar algo. Uno no necesita hacer sus votos Sagrados para ser un buen oyente. A todos nos confesaron un secreto bajo la promesa de no revelarlo, lo cual lo vuelve paradójico, porque en el momento en que te revelan el secreto, ya deja de serlo, ¿no es así?

El notero asintió sin decir una palabra. Todos en sus hogares veían que estaba absorto, como ellos, ante las palabras del sacerdote. Hasta la gente más atea tuvo que admitir que escucharle hablar, desde literatura, ciencias exactas y filosofía, les mantuvo pegados a la pantalla.

Incluso los del estudio estaban absortos.

—Yo sigo una serie de principios—prosiguió el sacerdote—, que me ha valido ciertas criticas de mis compañeros, pero es algo inherente a mi persona, y negarlos sería negarme a mí mismo, y negarme a mí mismo sería obrar sin la honestidad que me conlleva a seguir en mis Oficios. Tal vez es obvio lo que voy a decir, pero soy un simple mortal, que no poseo la capacidad de absolver a un nivel más profundo, digamos, espiritual, los pecados que uno lleva cargados en su mochila. Sí, escucho en el confesionario, pero trato de hacer entender que no soy un tacho de basura donde tirar la mugre que provocaste a lo largo de tu vida—más carcajadas y asentimientos en los hogares, jóvenes que mostraban un respeto y una admiración hacia el sacerdote que estaba siendo entrevistado por ser un testigo clave del crimen más turbio que se había cometido en el barrio. Pero en ese instante, todos parecían estar, incluso lo habrían admitido sin vergüenza, presenciando uno de esos sermones de los que tanto se escuchaba hablar entre los que asistían a la iglesia—. No puedo mentirle a la gente, así que les soy franco. Puedo escuchar todo lo que tengan para decir, y puedo ofrecer mis humildes consejos para alcanzar la rectitud en sus vidas. No busco convertir a nadie ni atraerlos a mi fe, uno es dueño de sus pensamientos y sus creencias, y no soy quien para moldearlas. Pero sí me permito tratar de darles una guía para vivir con una conciencia tranquila, vivir en paz y tratar de obrar el bien, no por temor a Dios, sino porque es lo correcto. Contrario a lo que pensé, que alejaría a la gente de mis sábados de confesionario, el caudal de la misma aumento exponencialmente, y no sabría decir por qué.

—¡Yo sí sabría decirlo—dijo una joven, que sostenía una biblia de bolsillo—, por Dios, yo sí que sabría decir por qué!

—Sobre la confesión…

—Fue una prueba, hijo, una que juraría que Dios me la dio para poner en juicio mi voluntad. He escuchado confesiones muy particulares, que quienes seguro me están escuchando—desvió la mirada hacia la cámara, y quienes estuvieron atentos al televisor, soltaron un gritito de sorpresa, sintiendo que el sacerdote podría estar escuchando sus pensamientos—, sabrán a qué me refiero, y recordarán los consejos que humildemente les di—cientos de cabezas asintieron, con la mirada absortas en las palabras del sacerdote—. Pero esta última confesión… debo admitir que estuve a punto de quebrarme.

El sacerdote bajó la mirada, y todos quienes le vieron notaron un aire de desesperanza y resignación. Desearon estar en ese lugar para, aunque sea, darle un abrazo y decirle que no era su culpa, que él no había hecho nada malo.

—Hay—dijo el notero— una joven que también dio testimonio.

—Y también confesión—dijo el sacerdote luego de unos instantes—, pero no diré nada al respecto de lo que hablamos ella y yo, aunque estoy seguro que todos se enterarán por parte suya o de su madre. Pero sí, fue muy duro escuchar la primera confesión que nos tiene aquí ahora, referido al caso.

—¿Cómo le hizo sentir, Padre?

—No había deseado en mi vida tanto llamar a la policía, en mis treinta y tres años como sacerdote.

—Basta de vicios—dijo un hombre desde su hogar—, basta. Este domingo será el primero de muchos en que iré a su iglesia. Lo juro por mi madre.

—Y yo también—dijo una mujer a su lado, conmovida hasta las lágrimas.

—¿Eso fue lo que hizo una vez se hubo marchado del confesionario?

—No. Y es algo de lo que me arrepiento—la voz del sacerdote sonaba con un aire de abatimiento, que muchos en sus hogares suspiraron de tristeza—. No podía creerlo, mi mente no podía aceptarlo, era como un absurdo en el mundo de las demostraciones matemáticas. No tiene sentido, no podía ser cierto. Pero sin embargo resultó serlo—se llevó una mano a los ojos, y muchas caras en sus hogares sintieron sus miradas aguarse—. Perdón, no puedo seguir…

—No Padre, no se disculpe. Gracias por compartir sus palabras con nosotros. Esperamos contar de nuevo con ellas cuando las cosas se esclarezcan en este caso.

—Sí.

El sacerdote se quedó de pie, abatido, frente a la puerta de la iglesia. Sostenía aún su bolsa con pan mientras la cámara se alejaba de él para seguir al notero, en busca de más testimonios de gente que se había empezado a aglomerar. Muchos en sus hogares se sintieron conmovidos hasta el espíritu por las palabras del sacerdote, que sintieron que ya no merecía la pena seguir escuchando al notero. La imagen del sacerdote parado frente a la iglesia, solo, relegado a un segundo plano, bastó para hacerles apartar la mirada de la pantalla, para evitar derramar más lágrimas de las que ya tenían marcadas en sus rostros.

***

En la televisión de muchos hogares, tanto del barrio perteneciente a los hechos acontecidos, como al de otros más lejanos, cuyo conocimiento de lo sucedido se reducía, en aquel entonces, a lo que transmitieron por la tele, se transmitió la entrevista a una joven de aproximadamente dieciséis años, estudiante de secundaria que, por todos los medios posibles, trataba de mantenerse firme ante la mirada de las cámaras y de los cientos de miles de televidentes en su hora del almuerzo.

La joven traía consigo unos pañuelos de papel que retorcía entre sus dedos, en un intento vago por mantenerse ocupada, la atención puesta en otro lugar aparte del notero que le hacía la entrevista. Su madre se situaba a su lado, su padre se encontraba trabajando, pero en ese instante se había tomado la hora de descanso para ver desde su trabajo cómo cientos de miles de ojos estaban dispuestos alrededor de su hija. En ese instante quiso estar allí para sacarla del ojo público, pero sólo pudo mantenerse atento a la pantalla. Su jefe, que justo pasaba por allí lo notó, y en un acto de comprensión, puso una mano sobre su hombro y sacudió la cabeza.

—No deberían permitirle hablar en su estado—dijo el padre de la joven.

—Estoy de acuerdo—dijo su jefe—. Si fuera mi niña, la apartaría de ese maldito micrófono. Mirá nomás, el notero ya esta preparado para hacer quién sabe qué pregunta de mierda.

La madre de la joven se mostraba inquieta. A su alrededor se agolparon más personas, unas para escuchar atentamente lo que la joven tenía para decir, otros por el simple hecho de querer salir en televisión nacional.

—Y dígame—comenzó el notero—, ¿usted conocía a la pareja?

La joven asintió, la mirada enfocada hacia el suelo, evitando hacer contacto visual con el notero.

—La policía nos informó que solía trabajar para la familia, cuidándole a los niños—ante esta palabra, la joven tuvo un tic nervioso, como si hubiese pisado un clavo—, durante algunas noches en que ellos salían. ¿Es eso verdad?

De nuevo asintió mirando al suelo.

—Durante los últimos días previo al incidente, ¿notó algo extraño? ¿Algún cambio repentino en el hogar?

El micrófono se mantuvo apuntando hacia la joven, quien no levantaba la mirada para nada. Se escuchaba su respiración nerviosa, a la vez que sus dedos retorcían el pañuelo de papel como queriendo hacer un nudo para atar un cabo. Los más avispados en sus casas notaron que las uñas de la joven estaban todas mordisqueadas, y parte de la cutícula había sido dañada, muy probablemente, de la misma forma que las uñas. El padre de la joven fue el primero en notarlo, y quiso estar allí para sacar a su hija de esa situación tan abrumadora.

El notero aguardó un instante más antes de volver a hablar.

—Tenemos entendido que la última vez que los vio, andaban buscando a una mascota que se les escapó. ¿Usted vio a esa mascota las veces que fue a cuidar a los niños?

Esta vez la joven asintió, el papel arrugándose cada vez más entre sus lastimados dedos.

—Era un cachorro, ¿verdad? Varios vecinos nos dijeron que lo estuvieron buscando por el barrio, que el hombre salió a colgar carteles y que cuando le preguntaban cómo se escapó, respondía que fue durante la noche.

La joven no respondió nada.

—¿La volvieron a llamar para que cuidara de los niños?

La joven asintió, temblorosa, con los ojos al borde de las lágrimas.

—Esa vez que fue allí, fue la última vez que la llamaron, ¿verdad?

De nuevo asintió. Sus dedos estaban desmenuzando el nudo de papel.

—Ese día, ¿estaba el perro?

La joven no contestó, ni negó ni afirmó nada. La madre estaba igual de inquieta. El notero aguardó hasta que volvió a acercarse el micrófono. Se apartó un momento, muy seguro para responder algo que le dijeron desde el estudio.

—Sí… sí—volvió hacia la joven—. Una última cuestión y no la molestaremos más. Sepan disculparnos, pero estamos tratando de reconstruir los hechos—se dirigió hacia la mujer—, y su hija puede que sea un testigo clave.

—La policía ya nos informó que le tomarán una segunda declaración, llegado el momento. Si puede ser breve, por favor, para así deja a mi niña en paz.

El notero asintió, nervioso. Tragó saliva, y se volvió hacia la joven.

—Esa última vez que fue, ya sea que el perro estuviese o no, ¿notó algún cambio en el comportamiento de los padres? ¿O quizás en los niñ.—?

Desde su trabajo, el padre de la joven vio cómo de pronto su hija reventaba en llantos y buscaba desesperada refugio en su madre, que no dudó de rodearla con sus brazos y alejarla sin decir nada ni al notero ni a la gente que se encontraba a su alrededor. El padre maldijo por lo bajo por no poder estar allí, pero agradeció que su esposa hubiese sacado a su hija de allí.

El notero se quedó mirando cómo la mujer se iba hasta perderla entre la multitud. Luego un policía se acercó hasta él.

—Oficial, no queríamos provocar…

—No fue su intención caballero, pero comprenda la situación delicada por la que estaba pasando la niña.

—Sí, lo comprendo…

—No, no lo comprende, ni usted ni nadie más que ella. Pronto daremos un informe de lo sucedido, por lo que le sugiero que, hasta entonces, no incordie a los testigos con más preguntas—suspiró—. Ya bastante tuvimos con este caso.

—¿Puede compartirnos algo, oficial?

—Puedo decirle algo. La vez que la testigo fue a trabajar por última vez a la familia, no solo no vio a la mascota perdida—miró a un costado, luego volvió a mirar al notero—, sino que solo vio al hijo mayor.

La gente permaneció un rato más hasta que el notero agradeció al policía y dio la señal para que cortaran la transmisión. El equipo de cámaras fue desconectando los cables y se prepararon para guardar todo en la camioneta con la parabólica en el techo. El notero, un joven graduado hacía ya unos años de periodismo, se aflojó la corbata que la sentía ya como una soga al cuello. Su compañera que manejaba una de las cámaras se acercó hasta él con un vaso de café humeante. Preguntó si era sin azúcar, le dijo que sí, y lo aceptó. Al no haber sitio donde sentarse, se apoyó contra la camioneta. Sus demás compañeros seguían desarmando los equipos.

El notero dio un sorbo del café, y se disponía a encender un cigarrillo cuando sintió que alguien se le acercaba.

Vio al sacerdote de hacía un rato, ahora sin las bolsas de la compra.

—Padre—dijo a modo de saludo.

—Lamento que no le hayan aportado la nota que seguramente sus jefes esperaban.

El notero sonrió con sorna.

—Ni lo lamente, Padre. Este negocio es un nido de carroñeros, todos los canales buscan ser los que den la primera mordida. Créame que no me sentía cómodo hablándole a esa niña. Solo con verla ya suponía que se estaba guardando algo muy feo.

—Más que feo, hijo. Ella conocía a la familia desde hacía un tiempo. Ellos le dieron, digamos, su primer trabajo, y así su primera paga. De una forma u otra, con el pasar del tiempo, se generó un vínculo entre la niña y los padres, pero sobre todo entre ella y los niños.

—Eso fue lo que menos me gustó preguntarle—dio una calada a su cigarrillo—. Me llegó un rumor, pero no quise ni ponerlo sobre la mesa.

—¿Qué clase de rumor?

—Hay quienes mencionaron de pasada, antes de siquiera prender el puto micrófono, de que el hombre, antes de… Bueno, antes de lo ocurrido, le hizo algo a la niña. Y que el perro no se escapó.

El sacerdote no dijo nada.

—Como le digo, rumores. Uno tiene que tener un oído con un filtro bien fino, para no dejar pasar todas las estupideces que la gente suelta para tener sus quince segundos de fama. Imagino que así deben de ser algunas confesiones que le hacen, Padre, verdades ocultas entre una maraña de mentiras.

Al notar que no decía nada, se enderezó.

—Perdón, Padre. A veces se me va la lengua cuando no la controlo.

—No se preocupe. Entiendo a lo que se refiere. Uno debe desarrollar criterio a la hora de aceptar lo que le dicen. Hay quienes pueden decir tantas cosas con tantas palabras tan grandilocuentes, pero que si uno se pone a analizar lo dicho, descubre que en realidad no dijeron absolutamente nada.

—Como los políticos.

El sacerdote sonrió con cierta tristeza.

—Sí, podría decirse que sí.

—Hay algo que no entiendo, Padre. ¿Cómo es que una persona que, en apariencia, luce como un padre excepcional, de un momento para otro comete un acto tan horrendo? Esa niña quedará traumatizada por el resto de su vida si no recibe ayuda psicológica.

—¿Debo responderle?

El notero lo miró, luego observó hacia las inmediaciones. La gente seguía como a la espera de que volviesen a sacar las cámaras para tener sus quince segundos de fama. Otras se cansaron y se marcharon. El notero dio la última calada y arrojó la colilla al suelo, para luego pisarla.

—No tiene por qué hacerlo. Ya nos vamos. Mi micrófono ya está en su caja y las cámaras bien acomodadas. Como se rompa una de esas, me tendrán de esclavo hasta pagar una… y de paso otra de repuesto.

—Esperemos que no se cruce con ningún bache entonces.

—Sí.

—Y… respondiendole aquí entre nos, hijo, no sabría decirle con certeza qué puede provocar un cambio de esa magnitud. Conocía a la familia, le conocía a él y a sus hijos, buenos niños, llenos de vida. Créame que yo también me he puesto a pensar en muchas cosas durante mis meditaciones. Más aún, recapitulando, la vez que crucé al padre de familia por la plaza.

—¿Puede decirme eso, Padre?

—No es algo que no sepa ya la policía, dado que interrogaron a cuanta gente se cruzaron por el barrio, y tampoco creo que tenga algo que destacar. Pero sí, una vez me lo crucé por la plaza, creo, un día después de que su perro se escapara.

—Escuché decir que apenas era un cachorro, que tenían que darle de comer en un plato pequeño y que apenas le llegaba a la rodilla del niño. ¿Cree que de verdad se escapó, teniendo el patio trasero todo cercado con un muro?

—Lo que yo crea o no, carece de importancia. Podemos quedarnos acá debatiendo nuestras creencias y puede, o no, que lleguemos a un punto en común, más allá de desarrollar nuestra creatividad en la retrospectiva. Pero volviendo a lo que le decía, sí, me lo crucé por la plaza, colgando carteles de “se busca”. Llevaba unos cuantos bajo el brazo.

—Los he visto. Por eso le decía sobre lo pequeño que era.

—Era un cachorro, sí.

—Y…¿le dijo algo?

El sacerdote respiró hondo, miró hacia todos lados. Luego se volvió hacia el notero, la mirada apagada.

—Sí. Y fue algo un poco inquietante.


Continuará…