Introducción
La obra de David Lynch ha sido abordada desde una amplia variedad de perspectivas. Así, la complejidad de sus tramas y la profundidad con la que presenta los temas de sus films permiten múltiples lecturas de sus trabajos. Los silencios tantas veces proferidos por el director norteamericano dan lugar a unas interpretaciones que intentan revelar esas palabras calladas en las películas. Silencios que, entonces, dejan entrever un mundo con varios niveles de significación.
En ese marco, el presente trabajo se propone leer algunos aspectos de los trabajos de Lynch a la luz de la ya clásica obra del filósofo alemán Walter Benjamin, La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica[1]. En rigor, nuestro objetivo es reflexionar en torno a las implicancias que suponen algunos de los films del director pensados a la luz de las reflexiones de Benjamin. Para ello hemos concentrado el análisis en dos de sus últimas películas: Mulholland Drive (2001) e Inland Empire (2006).
Benjamin y la obra de arte
En su ensayo, Benjamin destaca la importancia central del concepto de aura, definido como la manifestación única e irrepetible de una lejanía -por cercana que pueda estar-. Se trata del aquí y ahora de un acontecimiento, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra, ya sea este acontecimiento una obra de arte, un objeto natural o un tema histórico. No obstante, el filósofo alemán sugiere que con el advenimiento de ciertos adelantos técnicos -tales como la fotografía y el cine-, el aura de los objetos comienza a atrofiarse. Esto traería como consecuencia cambios en las formas de concepción del arte y de percepción de la realidad en general. Considerando que a fines del siglo XIX los hermanos Lumiere pretendían apenas experimentar con fotografías en movimiento y, a un tiempo, observando la gigantesca maquinaria económica-(re)productiva montada en torno a esa pequeña fábrica de sueños de Melies, no es difícil coincidir con los planteos de Benjamín.
El sistema de reproducción varía de acuerdo a la rama del arte que se trate. Cada disciplina tiene unos tiempos propios que corresponden al proceso que implica su realización -no es lo mismo el tiempo que se tarda en grabar una tela que en copiar una película-. Del mismo modo, varía también la forma y la intensidad en la que se reproduce en cada época, atadas ambas a las condiciones de posibilidad técnicas del momento histórico. Así, en la modernidad, la capacidad en materia de reproducción ha alcanzado niveles inimaginables, gracias al avance incesante de la tecnología y a la demanda cada vez mayor por parte del público de productos artísticos de fácil y veloz acceso. Con la reproductibilidad técnica, entonces, desaparece ese elemento fundamental a la obra de arte: el aquí y ahora de la misma, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra. La obra de arte, en otras palabras, pierde su aura al ser reproducida[2].
En ese contexto, el cine se presenta como un claro ejemplo de este fenómeno. Por largo tiempo, el arte fue siempre para pocos. La contemplación de un cuadro nunca fue un espectáculo masivo, sino de carácter casi individual. Esto es lo que Benjamin llama el modo aurático de existencia de una obra de arte. El espectador ve un cuadro y se recoge ante él, se sumerge en él y adopta una actitud pasiva de adoración cultural, casi teológica. El cine, en cambio, por la vertiginosidad con que las imágenes fluyen por la pantalla, interrumpiendo el curso de las asociaciones en la mente del espectador, inaugura una nueva forma de percepción en la que la recepción ya no es individual, sino colectiva; el espectador ya no se sumerge en la obra, sino que se relaciona activamente con ella y debe hacer un esfuerzo para construir sentidos. Con el cine, desaparece el modo de existencia aurático de la obra de arte. Pero al mismo tiempo, estos adelantos técnicos generan nuevas formas de percibir la realidad -por ejemplo, a través del retardador, que descubre un inconsciente óptico que el ojo antes no percibía-. Benjamin ejemplifica con el trabajo del actor. Éste ya no actúa para un público, como el actor de teatro, si no que lo hace para una cámara, para un grupo de técnicos, un director, un set, un mecanismo. Como contrapartida, tenemos la construcción de un mundo en el que la celebrity entra en escena como manifestación degradada del aura. Una sociedad del espectáculo donde las estrellas cinematográficas parecen devenir objetos de culto para las multitudes. La industria de Hollywood, entonces, se erige como la realización más perfecta de un sistema en el que el actor intenta remediar la pérdida del aura de la obra de arte mediante la ficción de la celebrity.
Tenemos, finalmente, dos aspectos sobre los que nos interesa insistir. De un lado, la centralidad que la reproducción técnica detenta en la industria cinematográfica. Del otro, el papel que la celebrity viene a desempeñar en un mundo donde la obra de arte ha perdido su carácter aurático. Ambas ideas serán las encargadas de orientar la reflexión en torno a la obra de Lynch.
Un mundo sin celebrities: el ataque a la sociedad del espectáculo
Las críticas de David Lynch al mercado cinematográfico de Hollywood parecen reflejarse a lo largo de su obra y en varias de sus declaraciones públicas. El desdén por una industria que privilegia los réditos económicos, manifestados en la masificación del consumo, por sobre la calidad del trabajo artístico orienta su trabajo en varios aspectos. Nos interesa aquí, como ya ha sido señalado, evaluar uno de los temas recurrentes en dos de sus últimos films: la figura del actor como estrella del espectáculo.
Podemos comenzar introduciéndonos en ese escenario que el director norteamericano despliega en Mulholland Drive. Tenemos allí la vida de Diane signada por la resignación frente a un mercado que la condena al ostracismo del desconocimiento. Diane, actriz frustrada, amante rechazada, proyecta en sus sueños los anhelos de lo imposible. Sus deseos de fama se relegan a un mundo onírico y las otras caras de Hollywood se presentan ante sus ojos y ante los nuestros. Nos encontramos con una trama, pues, que se construye sobre las frustraciones de quien no alcanza el preciado status de celebrity. Así, queda abierta una puerta que conduce a ese crudo mundo que la industria del cine se empeña en esconder tras el esplendor de las alfombras rojas y los flashes fotográficos. La celebrity, nos dice Lynch, no es sino la fachada que oculta las miserias que rigen el mundo ficcional de las imágenes del éxito.
Sin embargo, a esta faceta de la sociedad del espectáculo se suma otra, acaso más oscura. Vemos sucederse en la pantalla, durante la primera mitad de la película[3], el proceso de selección que determinará la actriz principal del film dirigido por Alan. Allí todo es sobredeterminación de la industria por sobre la subjetividad del director. La voz que habla desde las penumbras de un cuarto mal iluminado -¿un productor?- repite de modo incansable su frase fatídica: “this is the girl”. Todo el esfuerzo de Alan termina por supeditarse a unos mandatos que, ya en la voz de ese personaje oculto, ya en la de los hermanos Castigliane, son los de esa maquinaria empresarial que rige Hollywood. La celibrity, entonces, es también una ficción, una imagen, que el mismo Lynch se encarga de desnudar.
Esta última idea se refuerza con el clima de farsa, de puesta en escena, que recorre a todo el film. El director norteamericano nos muestra entonces un “Club Silencio” donde el maître de ocasión nos recuerda que “there is no orchestra, it is all an illusion”. Ese esplendor que rodea al mundo del cine se denuncia como apariencia, como simulacro. Lo mismo parece encontrarse en una de las escenas finales, la cena en la que Diane observa como Alan y Camila anuncian su casamiento. Allí todo se muestra como un gran montaje, en el que cada personaje representa a un estereotipo de todos los que componen ese gran circo fílmico de Hollywood. La sensación de simulacro, de artificialidad, pretende desmontar la ficción de la sociedad del espectáculo.
Unas ideas semejantes nos ofrece Lynch en la mucho más críptica Inland Empire. Allí nos enfrentamos a las tensiones recurrentes en ese personaje doble -que, a lo largo del film, parece multiplicarse aun más- compuesto por la unión de Nikki Grace y Susan Blue. Los juegos que se plantean entre ambas retoman en buena medida lo ya dicho acerca de Diane en Mulholland Drive. El contraste se establece, en este caso, entre una Nikki que acaba de obtener el protagónico de un film y una Susan agobiada por un marido golpeador y una vida de frustraciones. Lo curioso es el punto de quiebre que crea el lazo entre ambas. Vemos como Laura Dern, en el papel de Nikki en medio del set de filmación, se precipita tras un decorado y, como si cruzase una puerta entre dos mundos, reaparece del otro lado encarnado ahora a Susan. El contraste salta entonces a la vista. La celibrity exitosa se enfrenta a unas realidades que no son sino las de otras tantas actrices que quedan desahuciadas en un camino opacado por los destellos de su estrellato.
Ahora bien, contamos también con otro elemento en este sentido. Veamos las escenas en las que Lynch nos muestra lo que podría considerarse una sitcom clásica protagonizada por conejos. Con el juego de llevar hasta el absurdo algunos de los elementos típicos de estos productos televisivos -los aplausos y las risas en los momentos indicados, las fórmulas repetidas hasta el hartazgo a la búsqueda del gag-, el director denuncia la producción casi fabril de unas series cada vez más semejantes entre sí. Sin embargo, esto nos interesa en tanto supone una referencia a las estrellas como objetos de culto. Como salidas de una cadena de producción infinita, las celebrities son expuestas como mercancías fetichizadas por una industria del marketing que intenta dotar de individualidad una masa indiferenciada de figurillas idénticas. Los conejos, como imágenes igualadoras, ponen en entredicho esta operación.
Analicemos, por último, la escena en la que una presentadora televisiva entrevista a los dos protagonistas del film. Tenemos aquí una formulación por demás significativa de parte de Lynch. La industria del cine nos ha acostumbrado a un género de entrevistas muy particular. Presionado por los representantes del actor, quien pregunta debe someterse a un estricto control de parte del encargado de prensa. Las preguntas, así, se pautan previamente, siempre con el afán de mantener intacta la imagen pública de la celebrity en ese juego de imágenes que define a la sociedad del espectáculo. Sin embargo, la escena en cuestión parece subvertir esta misma lógica. Las indiscretas preguntas de la entrevistadora acerca de las relaciones personales entre ambos actores rompe el clima de artificialidad vigente. La estrella es desnudada en sus intimidades, una situación que claramente cuestiona su propia imagen de perfección. Las preguntas, de este modo, hieren de muerte ese cuerpo público ideal de una celebrity ahora maltrecha.
Llegados a este punto, podemos recapitular lo ya dicho. Vemos a un Lynch que en ambos films se encarga de desmontar esa imagen de la celibrity como portadora de un aura degradada. Las estrellas son puestas en escena como mercancías producidas por una industria cinematográfica cuya realización más perfecta es Hollywood. De esta forma, se cuestiona la fetichización los actores encumbrados -la cena en que se anuncia el casamiento de Alan y Camila, los conejos-, a la vez que se muestra en toda su crudeza el proceso productivo del cual son resultado -la frustración de Diane, la vida trágica de Susan-. Todo ello signado, a un tiempo, por los designios de un mercado cinematográfico que, como lo muestra la selección de la actriz en la película de Alan, impone su palabra a la hora de garantizar las ganancias de cada proyecto.
La obra de arte desquiciada: la reproducción técnica como tema
Si la técnica es condición de posibilidad para la reproducción infinita de la obra de arte, el aura desaparece atrapada entre unas cámaras que mediatizan la imagen antes de que llegue al espectador. Es por eso que el segundo aspecto que nos interesa destacar aquí de Lynch se funda en la manipulación que realiza del mecanismo cinematográfico. En sus trabajos, como veremos a continuación, toda la tecnología que rodea al mundo del cine desempeña un papel central.
Partamos nuevamente de Mulholland Drive. Allí vemos ante todo una temática centrada en torno a la propia producción cinematográfica. Se suceden en la pantalla sets de filmación, ensayos, montajes, escenografías. Toda la tecnología del mundo del cine se nos ofrece en primer plano. Contamos con dos escenas centrales en este sentido. En la primera vemos a Diane en un clima de tensión, hasta que la cámara se abre y la observamos practicando el parlamento que momentos más tarde tendrá que recitar en el ensayo al que debe asistir. La situación se repite cuando Lynch nos entrega la vista del sitio en el que se está filmando la película dirigida por Alan. Nos encontramos primero con un coro en plena actividad, para que luego que se abra la escena y contemplar que se trata de un set en el que se está llevando acabo un rodaje. La función de ambas escenas parece ser semejante: desnaturalizar la producción cinematográfica -se le recuerda al espectador que está frente a una ilusión, que no debe realmente creer en lo que ve-. A todo ello se suma la escena del “Club del Silencio” arriba tratada, pues la idea de ilusión permite ser inscripta también bajo este nivel de significado. Pero aquí se puede apuntar hacia otro aspecto de ese mismo contexto. El maestro de ceremonia nos dice con voz segura: “a trombone with sordine. It’s all recorded. No hay banda. It’s all a tape. Il n’est pas un ochestre”. Así, el artificio de la técnica como recurso se pone de manifiesto. El ciclo se cierra con ese momento crucial en el que Rebeca, “la llorona de Los Angeles”, cae al suelo con un movimiento seco mientras su vos sigue resonando por los altoparlantes.
Sin embargo, esta misma temática es tratada en otro sentido. Estamos haciendo referencia a esos recursos que el director emplea para terminar de despejar las dudas respecto a las diferencias entre realidad y ficción. En este caso, la técnica que emplea se concentra en el juego con el registro cronológico. Vemos entonces una segunda parte narrada en desorden, obligando al espectador a rearmar una trama que se le presenta en fragmentos desorganizados entre sí. Ese mismo recurso pone en evidencia la mediatización de la imagen que el cine detenta como rasgo específico. Hay una cámara, un proceso técnico, que separa al actor del espectador, parece querer remarcar Lynch hasta el cansancio.
Esta misma forma de operar es recurrente también en Inland Empire. Allí Lynch propone unas situaciones en las que lo que le ocurre a Laura Dern cambia su sentido de la mano de una ampliación de la imagen. El ejemplo paradigmático en este sentido lo encontramos en la escena en la que Nikki le dice al hombre que está junto a ella que su marido está intentando matarla. Cuando la voz de “corte” pronunciada por el director interpretado por Jeremy Irons devuelve la escena al contexto de un set de filmación, vemos a una Laura Dern sumida en una suerte de vigilia en la que aun no puede distinguir si aquello no estaba ocurriendo en verdad. Lynch sitúa entonces al espectador, mediante un cambio brusco de clima, en la propia naturaleza de eso que está viendo en la pantalla. El juego de la película dentro de la película, del sueño dentro del sueño, viene a llamar la atención del espectador sobre la técnica que rodea al cine. Allí están las cámaras, las luces, los micrófonos. Todo es parte de industria.
La utilización de los recursos tecnológicos propios del cine como determinantes en la construcción del film también se presenta aquí como una constante. La cámara digital con la que Lynch registra cada una de las escenas de la película cumple un papel central en ese contexto. Logra, mediante tomas con encuadres extraños, a través de unos movimientos irregulares de la misma cámara, generar en quien está viendo la obra una sensación particular. A ello contribuyen también las luces oscuras o la realentización de las imágenes, creando un clima de distorsión que se mantiene a lo largo de varios pasajes. Podemos suponer, entonces, que todo esto viene a jugar el mismo papel que el desorden cronológico desempeña en Mulholland Drive. El espectador, al enfrentarse con el film, debe ser consciente de la mediatización de la imagen.
A partir de lo antedicho, lo que se observa en ambos films es una relación muy particular con las condiciones de producción y reproducción técnicas de la obra cinematográfica. Ya sea dando cuenta en algunas de sus escenas de los distintas tecnologías empleadas a la hora de llevar a cabo una filmación, como poniendo en primer plano la mediatización de la imagen a través del empleo constante -casi, podría decirse, hasta llevarlos al absurdo- de mecanismos técnicos, Lynch se encarga de desnaturalizar el carácter ilusorio de toda película. Convierte, entonces, el procedimiento en temática, llevando así la reproductibilidad técnica al paroxismo.
A modo de conclusión: la muerte de la obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica
Es hora de retomar los planteos iniciales. Habíamos visto que, en Benjamin, la obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica veía atrofiarse su aura. Vimos también que el cine, como la fotografía, desempeñaba un rol central en ese camino. Planteamos que, a la par que esta pérdida aurática, la celebrity emergía como portadora de un aura degradada. Lo sorprendente, entonces, es el modo en que los dos films de David Lynch aquí analizados vienen a decir algo sobre todo esto. El director norteamericano parece responder a los planteos de Benjamin denunciando los procesos a los que la obra de arte ha sido sometida. Así, el cine, como la manifestación más perfecta de las posibilidades de la reproducción, es desnaturalizado. En otras palabras, mostrando sus condiciones de producción hasta volverlas evidentes, Lynch mata a la obra de arte en la era de la reproductibilidad. Pero su acusación no acaba allí, sino que se complementa con el ataque a esa sociedad del espectáculo organizada en torno a las celebrities. El mundo de la imagen, del aura degradada en manos de unos cuerpos anhelados e imposibles, es puesto en crisis desde sus mismos cimientos.
Benjamin, hacia mediados de la década de 1930, había
logrado resaltar los mecanismos puestos en práctica en esta era de la
reproductibilidad. Lynch, alrededor de setenta años más tarde, parece intentar
una tarea semejante desde el interior mismo de esa obra de arte pervertida.
Acaso, entonces, su asesinato no sea
sino la realización de una profecía, de esas que tanto interesaban al filósofo
alemán, hasta ahora incumplida.
[1] Benjamin, Walter, «La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica», en Ensayos I, Editorial nacional de Madrid, Madrid, 2002.
[2] Idem, p. 32.
[3] Nos referimos aquí a todo lo desarrollado hasta la escena de en que termina el sueño de Diane tras la escena en que introduce la llave en la caja azul.