Foto de Gean Montoya en Unsplash

Antes que nada una salvedad: aquí no pienso a hablar de violencia infantil, al menos no seriamente. 

Hace tiempo que vengo observando a mi sobrino, de hoy 7 años, y siento pena. Sé por lo que está pasando. Yo pasé por ahí y no quisiera volver nunca. Hablo de esos momentos en que uno se siente tan indefenso y sin embargo se ve obligado a convivir con esos seres siniestros que a veces nos atormentan por el simple hecho de ser niño o niña.

Cuesta entender la locura que posee a los adultos cuando nos quedamos dormidos en una clase (creo que no debería existir el tuno mañana en la escuela), no entendemos, rompemos o perdemos un algo por ahí. Creo que aquí está la cuna de nuestros miedos e inseguridades.

Los padres piedra, desde la perspectiva infantil, son seres malhumorados o inexpresivos. El por qué es desconocido. Siempre mandando y mostrando una disconformidad generalizada que va en  aumento a medida que crecemos. Parecen odiarnos pero lo que es peor es que no lo dicen. La debilidad es una ofensa para ellos, por eso hasta los juegos más tiernos se vuelven rudos cuando estos intervienen. Varios sabrán de lo que hablo, sino tendrán que imaginar o mirar con atención a desgraciados como mi sobrinito.

Por su parte las madres tormento son todo lo contrario, emotivamente inestables. Basta incurrir en una falta para que se desencadene una tragedia. Los decibeles alcanzan  el clímax, generalmente, con un «te voy a matar hijo de puta», «me tenés harta» o algo por el estilo, que sobreviene a algo tan insignificante como pegar un moco debajo de la mesa. Obviamente los actos de un infante rara vez son la causa de tanto grito pero ¿cómo adivinarlo? 

Recuerdo aún la desesperación de mi madre intentando que hiciera algunos deberes que yo, claramente, no entendía. Una tortura evitable, pienso ahora. Es que hace no tanto leí o escuché una frase quizá similar a la que transcribo abajo:

Una vez que aprendemos a leer nuestros padres nos sueltan la mano, como si el trabajo ya estuviera hecho. Piensan erroneamente que ya lo entendemos todo, que es como cuando aprendés andar en bicicleta. 

Y sí, ciertamente haber aprendido a descifrar palabras no lo es todo. No implica haber aprendido a estudiar, por ejemplo, y que lo entendamos todo de repente. Hay códigos escondidos que aprehender que damos por entendido y a los niños les cuesta años incorporar. La metáfora, los chistes, los juegos de palabras, son algunos ejemplos. Esto sumado a la mala costumbre, en la enseñanza,  de introducir palabras raras que nadie usa en el lenguaje coloquial contribuyen a la lectura mecánica y la memorización. Creo que la Lectura Fácil en las escuelas y en todo mensaje elaborada para niños y niñas favorecería un aprendizaje real. 

Pero volviendo al camino de este texto, estamos mal. Estamos mal porque no nos encontramos. No nos encontramos a poner en común nuestro lenguaje. El niño es niño y no es culpable de nuestro mambo y esa búsqueda constante de inmediateces que a nosotros nos llevaron siglos. Que hay gente desbordada por realidades es verdad, pero por qué canalizar nuestros tropiezos en los más débiles. Los padres piedra no son más que sujetos flojos de inteligencia emocional; las madre tormento se ven superadas enredeces propias. Perdonen mi simplismo pero debo terminar el texto. 

Este texto no ayudará a mi sobrinito; pero al menos muestra lo que hay en la olla.  Otra vez lo dejaron sólo en casa, porque su mamá es una una supuesta líder religiosa, que es paz y amor para su rebaño pero para que contar lo fría que es con él.

Conclusión: para tener un mundo mejor hacen falta más abrazos.