Cuando esto empezó muchas cosas parecían estar previstas. De un modo bastante tétrico, en estos días de encierro revivimos a gran escala la gama completa de miedos que nos inoculó el neoliberalismo. Se podía estar más aislados. Podíamos sentir patentemente el fin del mundo conocido. El individuo podía ser algo aún más pequeño. La imaginación ficcional se adelantó vía cine y distopías para actuar como un adelanto de lo que nos estaba por tocar. Estar en cuarentena es vivir en el déjà vu, habitar el spoiler del bombardeo de futuros posibles que consumimos bajo todos los formatos desde la Segunda Guerra.
Lo que estaba previsto no era la aparición del virus, no podría argumentar eso – aunque a veces, en lapsos de paranoia, me parezca atendible. La dimensión humana era lo que estaba previsto. La retracción de los cuerpos al espacio privado, la reclusión a lo íntimo. Eso sin dejar de producir, claro. Algunos haciéndolo bajo el teletrabajo, ya conocido para muchos freelancers y desconocido para algunos docentes como uno. Otros, en cambio, bajo el pretendido ocio. Digo ‘pretendido’ porque sabemos desde hace un tiempo que cada acción virtual produce datos, que tienen valor monetario y político.
Volvimos a nuestras cuevas coaccionados por la prevención sanitaria, el miedo a morir, a perder gente amada y a tener que cumplir alguna condena o pagar multas por desacato al bien común. Lo notable de todo eso es que las condiciones materiales de quienes nos percibimos como trabajadores ya estaban dadas para que, una vez pasado el susto, la histeria y la psicosis colectiva, pudiéramos crearnos una nueva normalidad, una nueva rutina laboral. Esta vez, en la comodidad protectora de la casa, donde los otros son apenas fotos que demandan atención por las redes sociales y no una realidad de carne y hueso, ideas y sentimientos. Las fotos son, en esta reclusión, metonimia de la totalidad de otros, perdida en la nebulosa de la pandemia.
Las instrucciones de la directora de la escuela primaria en la que trabajo hace nueve años, dando filosofía –sí, filosofía-, fueron muy claras. Las clases tienen que seguir. Los chicos tienen que estar en sus casa pero estudiando. Ese ‘pero’ es curioso. Hace que su discurso coincida con otro que circuló mucho los primeros días de aislamiento: ‘no son vacaciones’. Estuve de acuerdo con ella desde el minuto cero, más por mí que por los chicos. ¿Qué iba a hacer encerrado durante catorce días, aparte de tomar cerveza, leer y dormir? Durante toda mi vida adulta el trabajo me definió. Desde mis veintiún años. Tengo veintinueve –hoy 22 de marzo-. Cumplo treinta mañana, en cuarentena. Va a hacer diez años que mi rutina mental, corporal y social está atravesada por las demandas laborales. Amo mi trabajo. Disfruto cada clase. ¿Cómo me voy a pensar sin trabajar? Afortunadamente, el teletrabajo ya estaba ahí esperando por mí.
En poco tiempo me puse en contacto con las maestras responsables de cada grado. Ellas ya estaban trabajando con la plataforma Google Classroom, por lo que mi esfuerzo fue menor. No tuve que encontrar un modo de comunicarme con mis alumnos. Las cosas estaban aceitadas. Creé las seis clases, una para cada uno de los cursos. Me filmé contándoles un cuento, lookeado con una gorra, lentes de sol y capucha. Subí el video y les pedí que respondieran en comentarios algunas preguntas.
En cuestión de horas, una catarata de mails apareció en mi buzón de entrada. Algunos con los nombres reales de mis alumnos. Otros con los de sus padres. Eran las notificaciones de las clases virtuales. Primero, muchos saludos. Después, fiel a su estilo, las respuestas requeridas, entre bromas y juegos on line. Esto último confesado por ellos mismos. Mi reacción inmediata fue la ternura. Era obvio que iban a jugar si tenían la chance de tener la computadora abierta y si la consigna era tan simple y fácil de resolver. Sin embargo, lo llamativo apareció un rato después.
Quienes habían confesado estar jugando al momento de responder la consigna, empezaron a pedir disculpas, que yo no requerí. ¿Cómo podía ofenderme por eso? Por lo general no los reto, salvo que estén haciendo algo heavy -pegarse, morderse, escupirse- o asqueroso –como tirarse pedos o eructar en el aula y en mi hora. Fuera de esos límites, mi responsabilidad y sus contratos de confianza cambian, ya sea con las seños o los directivos. Lo permitido difiere incluso en el recreo, la entrada y la salida. Ellos se amoldan a cada una de esas situciones; pero, ¿de dónde venía esa culpa por jugar y decirlo, novedosa en mi clase?
Era el mundo circundante el que ingresaba, padres o tutores moralizando, midiendo y juzgando las respuestas de sus hijos en la clase virtual de filosofía. Lo que me hizo redimensionar el escenario en el que laboralmente nos encontraba la cuarentena. Muy posiblemente, los chicos y chicas de mis cursos estuvieran haciendo la tarea en compañía de un adulto, algo inédito para mi materia, en la que nunca hay tareas para la casa y en la que lo más enriquecedor ocurre en el encuentro y las intervenciones orales de los pequeños, en sus diálogos y discusiones.
Evidentemente, el formato estandarizado de Google Classroom no es lo suficientemente plástico como para receptar las clase de filosofía sin hacer desaparecer dramáticamente la magia de lo que ocurre en vivo, con los cuerpos presentes en el aula, atravesados por la urgencia de lo que aparece cuando nos comunicamos con el resto, buscando respuestas a, como suelen decir ellas y ellos, ‘preguntas difíciles’. La norma-Google afecta, corrompe, destruye los pactos áulicos que sostuvimos durante algunos años, entre su ingreso a la escolaridad y el paso al secundario. Hay una distancia insalvable entre las trenzas argumentativas que posibilita el día a día en la escuela y lo que la previsión empresarial ofrece. Atrás de ese modo estándar no hay más que algoritmos que no contemplan la complejidad existencial del acto educativo. Sea entre docentes, alumnos o directivos.
El margen de transgresión es mínimo. Antes de crear la clase aparece una especie de contrato en el que se estipulan términos a ser aceptados. El modelo es único y responde a una lógica matemática y cuantitativa. Obliga a titular las tareas. Insta a medir el desempeño entre cero y cien puntos. Acribilla la espontaneidad.
Ahora bien, ¿qué otra opción hay? Estoy seguro de que existen aplicaciones más adecuadas, pero no puedo pensar sólo en mi materia porque respondo a una institución que me paga y que, aunque es muy permisiva, exige el cumplimiento de algunas directivas. También es justo reconocer que por una cuestión de sanidad mental del alumnado y las familias es necesario fijar al menos un único medio virtual de comunicación. Frente a eso no puedo dejar de sentir tristeza. Obligado a responder ante la lógica tecnocrática contra la que en mis clases pretendo resistir, no puedo más que acatar la decisión orgánica de la escuela y pensar otros modos de habitar el espacio virtual, tratando de incentivar el uso de otras capacidades en la interfaz normalizadora.
El coronavirus trajo la cuarentena y con ella descubrimos que algunas corporaciones hace tiempo que diseñan el mundo en el que viviremos. Es una verdad de Perogrullo, pero no por eso es menos sorprendente. Si quiero sostener mis ideas sobre cómo es una clase de filosofía en el primario, tengo que transigir con sus condiciones, inapelables para mí. Acepto mantenerme productivo en tiempos excepcionales. Asumo mi trabajo docente sin el aula; mi responsabilidad laboral, frente a una pantalla; y mi función pacificadora y educativa, que viene con un coro tácito que dice “hagan la tarea, esto también va a pasar y todo va a volver a ser como antes”. ¿Qué mas hay que ceder? O mejor, ¿cómo no ceder? ¿No es esto el triunfo del emprendedurismo, que repite mil veces la cantinela que ordena salir de la zona de confort?
Es imposible y estúpido negar la existencia del virus. Tanto o más que negar existencia de un orden mundial con el que no estoy de acuerdo, pero que me fuerza a amoldarme y ceder, por mi subsistencia y la de los míos. Nada impide que en breve sea reemplazado por una aplicación ni que a esta frustración inútil le adjunte un nihilismo involuntario. Estamos ante la evidencia de que el posmodernismo y sus efectos discursivos llegan a su fin. Lo humano está atrapado en una pinza, que lo aprieta con la realidad no-humana: desde un lado, con el virus o pandemia; del otro, con la venidera y no muy lejana dictadura de lo artificial, casi independizado y autónomo. Nos urge reconocer que, en tanto que individuos, nuestro margen de acción es irrisorio; que es tiempo de aceptar un nuevo golpe al narcisismo: hay una realidad extrahumana abrumadora, que nos fuerza a reaccionar -sin dioses- y a elegir, como diría el Indio, de qué lado de la mecha nos encontramos. Si el humanismo no se redefine, si no muta y acepta, como proponen algunos referentes de lo que se ha llamado realismo especulativo, un nuevo pacto ontológico que lo iguale al resto de lo existente, lo que viene se hará muy doloroso.