“Mi vida puede resumirse en envoltorios y en tickets”, escribí en mi diario junto a un envoltorio de un chocolate Tres Sueños que me regaló mi novio la primera vez que visitó mi casa. Tengo un afán por guardar “basura”, y mi diario resulta un espacio seguro para este hobby acumulador. Sin embargo, es también un espacio para reflexionar sobre el registro que hago de mi vida. ¿Por qué pego tickets y envoltorios? Mi mamá podría haber guardado el ticket de la nafta que cargó para conducir hasta el hospital a parirme. Y ese ticket sería igual de útil para validar mi existencia como mi acta de nacimiento, si no incluso más. No resulta novedoso afirmar que nuestra existencia está regulada por el capitalismo, palabra que de tanto uso provoca saciedad semántica. Tampoco sería descabellado afirmar que los tickets y los envoltorios son huellas de nuestro vivir, un registro tangible e innegable de nuestra existencia y de la existencia de los objetos y servicios que facturan y envuelven. Podría hacerse – si no es que ya se ha hecho – un museo de la vida de alguien con tickets, y tendríamos un registro de sus hábitos, sus gustos, sus momentos de felicidad, de tristeza; un acceso tanto a sus consumos culturales moralmente aceptables como a sus consumos más problemáticos y vergonzosos. Un ticket de antidepresivos podría decir más que una biografía autorizada. Parece imposible mentirle al capitalismo, al gran sistema. Claro que evadir impuestos y pedir que no se haga factura de nuestras compras es una “opción”: una ilusión para evitar este registro irrefutable de nuestra forma de vivir. Como al limpiar ilusamente nuestras botas en una alfombra en la entrada de casa cuando llueve afuera y caminamos por las calles de tierra. «Hemos llegado al punto en que el «consumo» abarca toda la vida», diría Jean Baudrillard en La sociedad de consumo: sus mitos, sus estructuras en 1970. Quizá, siguiendo su lógica, los tickets y los envoltorios no serían solo objetos materiales que usamos y desechamos, sino que también serían portadores de un valor simbólico que nos identifica como consumidores, ubicándonos ficcionalmente en una posición social. Podrían ser símbolo para nuestra aparente participación en el sistema, para sentirnos parte y hacedores del mismo. Pero, siendo sincera, no termino de dialogar con Baudrillard como me gustaría para abordar la afirmación que acompañó al envoltorio pegado en mi diario. En parte, porque no lo entiendo tanto y, por otro lado, porque lo que entiendo no me termina de convencer. Considero que el registro se apoya en la liquidez de los objetos y experiencias en mi vida, en el fluir incapturable del consumo, que es más veloz que nuestra percepción de la consumición. Cuando el objeto al que remite el ticket deja de estar presente, cuando el servicio ya ha finalizado; el ticket conserva la historia del paso del objeto y/o el servicio por nuestra vida. Cuando lo que contiene el envoltorio es consumido, el envoltorio funciona de la misma manera. Es la fotografía del objeto consumido en tanto recuerdo imborrable -mientras no se deseche- de su existencia, pudiendo vincularnos con el objeto desde la conciencia de su consumo y no desde la naturalización de la consumición. Yo sigo guardando tickets y envoltorios, porque mientras mi memoria decida olvidar los pequeños momentos de consumo, siempre habrá algún registro del primer regalo que me hizo mi pareja, recordando cuál es mi chocolate favorito.