Soy una persona con mala suerte. No hay nada que hacerle: tengo mala suerte. Muy mala suerte. Y las últimas semanas esta mala suerte se ha hecho notar aún más y más.

Con el paso de los años uno se acostumbra a ser el mufa de la situación, el que trae la desgracia. Incluso inconscientemente evito involucrarme en proyectos que necesiten de mucha suerte o fortuna porque sé que, estando ahí, no van a pasar.

Es la maldición que me ha tocado en la repartija de los dioses y la acepto (tampoco es que me quede otra, digamos todo).

Así que decidí que, en vez de sumergirme en el victimismo y la tristeza de la desgracia, voy a tratar de tomarme todo esto con un poco de humor.

Así que mejor ilustramos lo que es ser una persona mufa con una de las tantas cosas que me han pasado.

Era julio de 2020. El padre de mi mejor amiga había fallecido hace poco y ella estaba muy mal. Vivía en el pueblo de al lado, al otro lado de la prohibidísima frontera provincial. Era más fácil hacerse una visa de residencia permanente en algún país nórdico que cruzar el paralelo 42. Sin embargo, yo sabía que me necesitaba y, sin dudarlo mucho, ideé los medios para llegar hasta ella.

Un familiar conocía todos los caminos alternativos habidos y por haber y justo esa semana iba a cruzar la frontera para hacer unas cosas con unos amigos suyos. ¡Es mi oportunidad! Me dije. Arreglé con él y, atravesando un camino de montaña en una fiorino, llegamos sanos y salvos. Pasé la noche con ella, tomando frizzé de pomelo y comiendo papitas, riendo y abrazándola por todo lo que no había podido abrazarla desde que empezó la cuarentena.

Algunos ahora me dirán que soy un asesino o algo por el estilo por saltarme las normas, pero debo explicar que, hasta entonces, solo había salido de mi casa una vez por semana y comido medio alfajor mordido que encontré tirado en la calle, con algo de tierra.

Hasta ahí todo bien.

Mi familiar me pasó a buscar y emprendimos la vuelta. Unos amigos de él venían con nosotros y bueno, charla va charla viene en aquel camino de montaña a las nueve de la noche. Yo estaba feliz, pero una sensación rara no dejaba de treparme por la nuca.

El camino giraba en una curva para pasar a ser un túnel de árboles sin hojas. Algo parecido a la entrada del laberinto del Fauno. Pasamos al lado del descomunal tronco de un sauce y unas luces se encendieron para empezar a perseguirnos. Mi familiar estacionó la Fiorino, sudando en frío. Yo retorcí mis manos hasta casi dislocarme un dedo.

Era gendarmería.

Revisaron todas las mochilas menos una, que tenía algo de porro. Salvados. Nos pidieron toda la documentación, pero yo no llevaba nada encima. Anotaron todo.

Listo, pensé, acá me abren un expediente y luego antecedentes penales y olvidate de conseguir un laburo en blanco en algún momento de tu vida.

Bandidos rurales, ladrones de leña, narcotraficantes de la comarca. Me imaginé en la tapa del diario:

«Arrestan a indocumentado que trataba de volver de Bolsón de forma ilegal por el paso de Paraje Entre Ríos

«Tenía que ver a mi amiga» declaró el vector de la plaga quien, a sabiendas de las medidas sanitarias, decidió violar todos los controles policiales.»

Luego las viejas indignadas de Facebook increpándome por la calle, si es que volvía a pisar la calle en los siguientes cinco años de cárcel que dictaba la ley.

Al final, después de unos desesperantes veinte minutos nos soltaron, como si fuésemos la peor lacra conocida.

Arrancamos la Fiorino en silencio, sin respirar, mientras la camioneta de los gendarmes nos seguía en la oscuridad. Vi a uno de los muchachos amigos de mi familiar sudar como si fuera un testigo falso del juicio a un narco.

Salimos a la ruta y doblamos al sur, en dirección a nuestra casa o a la comisaría. Unos metros más atrás, los gendarmes viraron al norte. Respiramos.

Iba sentado atrás en el suelo, entre mochilas de camping. Mi familiar se giró, encontrándome, y me miró fijo sobre el hombro.

«Decenas de veces hice este camino y es la primera vez que me paran. ¡Nunca más te traigo!»

Y nunca más fui.

Y nunca más lo pararon.