Nací en el año 99. Cambio de siglo, Y2K, la crisis, los patacones, el 2001. Cómo tal, no tengo memoria de todos esos hechos, o al menos esa memoria se transforma en borrosos y distantes detalles que bien podrían encajar en un relato de horror. Sin embargo, esta fecha es importante. Soy una persona del siglo pasado que ha crecido en este siglo. Según lo que he visto, cuento como centennial, pero nunca me consideré tal y tampoco encajo en cómo deberían haberse criado. No soy nativo digital, tuve un celular inteligente recién a los 15 años, la primera vez que me conecté a internet fue a los 13, todavía sé varios números de teléfono fijo.

Me crié, también, en una casa extraña. Padres muy trabajadores, docentes. Uno enfermo, había que tener cuidado con sus pastillas porque te podía dar psicosis. Siempre buscando dónde vivir, a dónde ir, dónde trabajar. Y yo, niño raro de 9 años, no entendía de dónde salían las ojeras de mi madre y las dieciocho horas diarias de sueño de mi padre.

Esa casa extraña era extraña por más razones. En cuestión política, mis padres habían fijado la fecha de pausa en la tempranidad de los 70. Me hablaban de Perón y de los derechos laborales, del voto femenino, de Evita y del horror de la dictadura. Me hablaban de Belgrano y San Martín, de los hermanos chilenos, de la traición y de Pinochet. De que había que respetar a todo el mundo, y que los proletarios habían sufrido mucho. De que había que pelear por nuestros derechos y que como Evita no iba a haber ninguna.

Y así, en una casa pausada en los 70 se escuchaba música de esos años. A veces de los 80. Crecí con Charly García y Serrat, pasando por Phill Collins, Silvio Rodríguez, un poco de Baglietto y, a veces Enya. Me hicieron ver The Wall entera antes de que me la pasen en la escuela. También escuchábamos algo llamado música industrial que debía ser Era o algo parecido. La música reciente estaba vetada, pero no por no gustarnos, sino porque en el pueblo minúsculo dónde vivíamos no llegaba. Me perdí de Las pastillas del abuelo, de La Renga, Miranda! y de Soda Estéreo.

Por esto yo era el raro de la escuela. No conocía Ataque 77, ni Shakira ni ningún grupo post 80. Mi cabeza estaba en un loop de La vida es una moneda / quien la rebusca la tiene. Era el raro y el mundo se encargaba de remarcármelo constantemente. El aislamiento dentro del aula y las constantes burlas eran un recordatorio constante de esta rareza.

Sin embargo, un día mi madre vino a casa con un aparato nuevo y extraño: un pen drive. Ahí, dentro de esa cosa tan pequeña y ajena a este mundo, había tanta música que me resultó insondable. Muchas carpetas con nombres distintos. La vela puerca, No te va a gustar -que no me gustó-, una carpeta llamada simplemente “marchas”, La bersuit, Los babasónicos. Sin embargo, entre toda esa inmensidad de nombres y palabras, una en particular llamó mi atención: «Raro«. Esa palabra, esa palabra que era mía ahora estaba ahí. Si algo era como yo, tenía que escucharlo.

Esperé a que mis padres se fueran y puse esa música a todo volumen en los parlantes que predecían llamadas. Para un niño de nueve años, las letras eran casi incomprensibles debido a la cantidad de referencias a cosas que no conocía (“el sueño de los hombres y de los pájaros enfermos”) y la velocidad con que el cantante pronunciaba esas palabras. Sentía, no obstante, que había algo prohibido en esas canciones. Estaban contando algo que estaba mal, algo que no se debía contar. La voz era de un hombre adulto, pero no era cantarina como la de Silvio o juguetona como la de Charly, sino cansada, forzada. Como quien ha estado dando clase todo el día y luego tiene que subir al escenario. Era una voz como la de mis padres.

Charly cantaba cosas enigmáticas, llenas de metáforas que mi mente pequeña no entendía. Usaba palabras, para el yo de ese entonces, complicadas, aunque la metáfora de los dinosaurios la entendí sin que nadie me lo explicara. Sin embargo, pese a que el habla rápida del cantante muchas veces no me dejaba comprender, podía captar el general de la canción. Y eran canciones que hablaban sobre lo triste que era ser adulto, lo triste que era crecer.

Y yo sabía que crecer era mi destino inevitable, que no había forma de escapar a eso. Que un día todos mis juegos se iban a acabar, que ese niño creador iba a morirse para dejar lugar a la responsabilidad y el trabajo. Quizás ésta era una visión muy fatalista, pero no podía evitar pensar así. Y yo no quería eso. Veía a mis padres pelear, sufrir y luchar contra un mundo injusto que nunca pagaba lo suficiente. No quería eso, pero sabía que estaba condenado sólo por el hecho de haber nacido.

Y en esas reflexiones aparece este grupo, con su Pobre Papá, quien preferiría estar tirado panza arriba, como estaba el mío en casa, pero no porque quisiera, sino porque su enfermedad no lo dejaba estar despierto más que para trabajar. Y mientras él dormía y mi madre cumplía sus horas en dos escuelas, yo escuchaba este disco a escondidas, camuflando la música con Age of Empires 2, mirando cómo tenía el control absoluto sobre todas aquellas vidas de aldeanos y soldados y pensando por qué lo prohibido para mí es mejor, pero después me hace sentir peor antes de mandarlos al muere en batallas sin sentido.

Miraba la televisión de Buenos Aires, la única ciudad de Argentina. Robos, violencia, violaciones, asesinatos, y pensaba que tendría que llamarse Pueblo Podrido, o que esa canción debía estar inspirada en ese sitio. ¿Por qué nadie se iba de allá, si tan mal se vivía? No lo entendí nunca. Para mí eran podridos, que no sabían la mugre en la que estaban, y no conocían nada más. Sentía que el nombre de esa ciudad era la descripción de la palabra “decadencia” en el diccionario, pero quizás era el odio del interior.

Recuerdo también la felicidad de mis padres cuando aprendí completa Ya no sé qué hacer conmigo y repetía Y entre tantas falsedades / muchas de mis mentiras ya son verdades / Hice fácil las adversidades / y me compliqué en las nimiedades hasta el hartazgo en las clases de matemática mientras me confundía con las reglas de signos.

Y recuerdo también, en las clases de poesía, como la profesora insistía con la métrica y la complejidad, y después encontrar cualquier cosa en Yendo a la casa de Damián, en cualquier idioma y de cualquier manera, pero hecho de una forma tan excelente que me producía enojo. Ella me retaba por usar palabras en inglés, y yo me enojaba porque por qué ellos sí y yo no. Quizás porque todavía era un niño tonto.

Sigo preguntándome quién era ese tal Damián y si era tan importante como para necesitar ir a su casa bajo tan hostil camino. Si realmente valía la pena, y si la moraleja no era el destino sino los pasos dados, ¿qué se aprendió en ese camino? Una canción oscura que acaba en un destino funesto. Y, sin embargo, el protagonista de la historia jamás se rinde en su búsqueda. Herido, mutilado, humillado, sigue caminando por esas veredas del pueblo podrido, buscando a ese amigo que nunca encuentra y al que ll cuesta tanto llegar.

Ahora, volviendo a escuchar el álbum, me doy cuenta de muchas cosas. Sus canciones deambularon años por mi cabeza, apareciendo de vez en cuando para recordarme lo triste de ser adulto. La versión prohibida de crecer, la que no les cuentan a los niños. Las razones detrás de las ojeras de mi madre, trabajando casi diez horas diarias, o de la incurable enfermedad de mi padre.

Ahora, volviendo a escuchar el álbum, puedo apreciar más en detalle el lugar desde donde está escrito. Es música escrita desde la decadencia del mundo, desde una suciedad oculta bajo la alfombra y camuflada en falsas sonrisas. Es música escrita desde lo que todos los adultos buscan esconder bajo una máscara de normalidad fingida. Una realidad fingida donde yo era un buen alumno, al igual que mi hermano, y mis padres eran buenos padres. Pero bajo la máscara se escondía el llanto, los gritos, el sueño y el cansancio. Una sonrisa triste en las miradas cansadas y asustadas por el porvenir.

Y en esta corta adultez que tengo, Hoy estoy raro es casi un lema, Ya no sé qué hacer conmigo es un destino inevitable, y Natural mi realidad.