Un amigo de la familia era tercer o cierto dan de iaido, o, en sus palabras, «el arte de desenvainar la espada». Nos contó muy tranquilo durante una tarde que cuando vivía en Buenos Aires un maestro lo había entrenado por muchos años de formas muy exigentes, y que eso le encantaba. Sin embargo, no quiso avanzar más porque eso le exigía aprender japonés y él, joven e inexperto, no quiso.

Su historia es maravillosa, pero le pertenece a él. A mí, sin embargo, me quedó la parte de cómo obtuvo su katana.

Contó que su maestro le dijo que no podía ni comprar ni canjear ni truecar nada para obtener la katana. Esta tenía que ser un regalo desinteresado, pues de otra forma pasaría algo que con mis diez años no entendí. Quizás era importante.

Si yo quería ser samurái, alguien debía regalarme mi espada.

Pasaron los años y empecé karate en un dojo pequeño de Bolsón. La sensei, muy exigente, nos hacía entrenar por más de dos horas tres veces a la semana.

Esta escuela de karate, a partir de cinturón amarillo, nos hacía entrenar en armas como las tonfas, el bō y el bokken. Para entonces la sensei nos trajo las tonfas, hechas a mano, y solucionamos el bō con palos de cortina. El gran problema era el bokken.

Yo ya tenía un shinai, pues hacía kendo a parte, pero no es lo mismo. Necesitaba mi katana de madera.

Un dato de interés es que hice la secundaria en una escuela técnica, agrotécnica, y el mejor carpintero de la región daba la materia de carpintería. Junto con mi novio, que entrenaba también, fuimos a preguntarle cuánto nos cobraría por hacernos un bokken a cada uno y como podría ser. El carpintero, que parecía Papá Noel con su barba y sus ropas de invierno, nos dio varias opciones hasta que cerramos con que sería de madera de paraíso -un árbol del norte del país-, ya que tenía un trozo sin aprovechar. Nos pareció una gran idea.

Pasaron las semanas y fuimos a recibir el bokken a la feria regional, a su puesto de artesanías. Yo conocía a este hombre hace varios años porque su puesto siempre me había llamado la atención. Hacia mini casitas con todos sus elementos. Mesitas, sillitas, ollitas. Todo en madera de todos colores. Cientos de piezas componían un cuarto. Recuerdo mirar con fascinación la pequeña biblioteca llena de libritos en miniatura, con su mesita y un tintero. Unos mini anteojos descansaban al lado de unas hojitas finísimas de madera. Quizás si era Papá Noel.

El hombre nos explicó que se había entretenido mucho haciendo nuestros bokken y que iban a ser un regalo para que sigamos con nuestro entrenamiento. Que me veía a mí yendo con el karategi a la escuela -vivia a 15 kilómetros del dojo e ir desde la escuela era considerablemente más facil- y que admiraba nuestra constancia y responsabilidad. Me emocioné mucho en ese momento y recibí mi bokken, suave como el agua, en un acto solemne ante la mirada atónita del resto de los hippies de la feria. Alguno aplaudió.

Volví a casa brincando de alegría. Ya tenía mi propia katana -de madera- y, lo más importante, alguien me la había regalado. Era un samurái en serio.

O eso quisiera.

Seguí yendo a entrenar todos los días que podía, y llevaba mi bokken a la escuela para luego ir al dojo. Todos miraban con fascinación esa espada, y yo contaba la historia con orgullo.

Años después, la espada desapareció. No volví a encontrarla nunca. No sé dónde quedó, ni quien la tiene. No sé dónde la dejé. No volvió a mi vida.

El samurái había perdido su espada. El samurái había perdido su regalo.

Soy un samurái que ha perdido su espada. Una vergüenza de samurái.